Un argumento ya desgastado

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Echando un vistazo a los libros que leía en mi, como me gusta llamarla, “época absurda”, me doy cuenta de que unos cuantos de ellos, incluso de los que me había quedado una buena sensación, adolecen de un argumento ya, de tan usado, desgastado. O eso debería ser, porque todavía sigue presente en infinidad de libros actuales. Me refiero, como no, a algo tan manido como las infames conspiraciones de la Iglesia.

En serio, no entiendo cómo, después de tantos años dándole vueltas a esas absurdas historias, todavía siguen atrayendo al personal. Si es que ya aburren hasta a las vacas. Casi siempre con la misma tontería: un terrible secreto que, de descubrirse, hará tambalearse los cimientos de la Iglesia. Aunque, a veces, nos sorprenden con nuevas conspiraciones a cada cual más ridícula (incluso, si es necesario, resucitando a los templarios, que siempre quedan bien en una historia de ese tipo). Y esas historias siguen vendiendo.

Por cierto, llama la atención que siempre, al decir “Iglesia”, se refieren a la jerarquía. Nunca nos incluyen precisamente a los que conformamos el tejido social de la Iglesia, los laicos. ¿Será que somos los pobrecitos engañados, a la espera de que llegue algún espabilado que descubra todo el pastel? ¿O será más bien que los que escriben esos truños no tienen ni idea de lo que es la Iglesia y sólo se quedan en cuatro tópicos, siempre los mismos, siempre sin pensar siquiera si tienen algo de sentido?

En fin, pues nada, supongo que seguiremos viendo terribles conspiraciones eclesiales en los libros. Es lo que vende. Pero a mí que no me busquen por ese camino, que no me van a encontrar.

Dar testimonio como matrimonio

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Tres compañeros de trabajo. El primero de ellos, a punto de casarse (por lo civil) entiende como lo más importante de ese momento el viaje de novios y las vacaciones que va a tener. El segundo, ya casado (por la Iglesia), te dice que, si lo haces bien, puedes obtener beneficio económico al casarte. El tercero, también casado (supongo que por la Iglesia, aunque no estoy seguro), te habla de los gastos de la boda.

Ahí tenemos tres conceptos sobre el matrimonio. Conceptos que demuestran que esas personas no tienen ni idea de lo que significa casarse. Podríamos añadir otros: el que piensa que se trata sólo de sentimientos, el que no le ve ningún sentido… El caso es que no hay tantas personas que entiendan lo que significa y lo que implica el matrimonio. Porque no podemos negar que todos estos conceptos están muy extendidos. O, cuando habéis dicho que os casabais, ¿no os han preguntado casi inmediatamente a dónde os íbais a ir de viaje? Pues eso.

Y me temo que tenemos que hacer un pequeño examen de conciencia cada uno. Porque me da la sensación de que esto viene porque no hemos sabido o no hemos querido mostrar la grandeza del matrimonio. Todos hemos oído chistes y todo tipo de bromas sobre los matrimonios. Pero ¿cuántas veces hemos oído decir algo positivo? ¿Cuántas veces hemos dicho algo positivo sobre nuestro matrimonio? ¿Cuántas veces hemos sido testimonio como matrimonio? Es algo sobre lo que pensar.
Quizá nos da vergüenza. Quizá nosotros tampoco sabemos por qué nos casamos y lo que implica. Pero si lo sabemos y no somos testimonio, somos responsables, al menos en parte, de que otros no lo sepan.

Si el matrimonio católico es una opción que muchos eligen porque queda más bonita, si el matrimonio civil se ha convertido en un contrato de co-alquiler hasta que uno de los dos decida romperlo, creo que es, al menos en parte, por la falta de testimonios matrimoniales coherentes. Y digo coherentes porque, a lo mejor, uno sí que vive un matrimonio feliz y está encantado con él, pero luego con los amigotes ya sólo se convierte en un tema sobre el que bromear, porque nos da miedo que nos consideren sensibles y vulnerables. Pero es que no es un tema de vulnerabilidad, sino de verdad, de amor, de voluntad. El matrimonio no es una sensiblería ñoña para un cuento de hadas, sino una lucha en la que la voluntad tiene que superarse día tras día. Y todo regido por el amor, que tampoco es un sentimiento. Si alguien siente mariposas en el estómago, lo que tiene es un problema estomacal. El amor es un tema de voluntad. El sentimiento es un comienzo, pero el amor de verdad es una decisión en la que uno se compromete a hacer feliz a otra persona. Aunque él no sea feliz. Y eso es duro. No gusta. Así que nos quedamos con la versión de la ñoñería, que se presta a todas las bromas que quieras y más, y eso afecta a la visión del matrimonio.

Si queremos que se revalorice el matrimonio, tenemos que empezar por nosotros mismos. Valoremos el nuestro y mostremos sin miedo que lo valoramos. Quizá así podamos conseguir que otros se pregunten si su idea del matrimonio es la correcta. Y esa pregunta será un muy buen síntoma.

¿Quién es su dios?

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Un día leí el siguiente testimonio en una hoja del taco del Corazón de Jesús:

No me crié en una casa particularmente religiosa. Tuve un padre que nació musulmán pero se volvió ateo, abuelos metodistas y bautistas no practicantes, y una madre que no creía en la religión organizada, a pesar de ser la persona más bondadosa y espiritual que jamás he conocido. De niño ella me enseñó a amar y a comprender, y a tratar a otros como quisiera que me trataran a mí.

No me convertí en cristiano sino muchos años después, cuando me trasladé a la zona sur de Chicago luego de la secundaria. No fue por adoctrinamiento ni por una súbita revelación, sino porque pasé mes tras mes trabajando con gente de la iglesia que simplemente quería ayudar a los vecinos que estaban pasando por un mal momento, sin tener en cuenta qué aspecto tenían, o de dónde venían, o a quién dirigían sus oraciones. Fue en esas calles, en esos vecindarios, donde por primera vez sentí el Espíritu de Dios llamándome. Fue allí donde me sentí llamado para un propósito superior, su Propósito.

Qué bonito, ¿eh? Pues esta persona tan cristiana, tan devota de Dios, tan elegido de Dios es, ni más ni menos, el presidente de EEUU, Barack Obama.

Ahora bien, me pregunto yo: si el Espíritu de Dios le llamó para cumplir su Propósito, y este sujeto está dando alas al aborto colaborando abiertamente con Planned Parenthood, se calla culpablemente ante los infanticidios de Kermit Gosnell y ataca la libertad religiosa de los católicos de EEUU, algo está fallando. ¿El Dios de la vida proponiéndole eso?

Por tanto, quedan tres opciones a mi entender: se ha inventado todo eso para darse un cierto barniz de “elegido por Dios“, realmente el Espíritu le impulsó pero perdió el rumbo y ahora sirve a otro dios, o desde el principio se dejó llevar por otro dios.
En cualquier caso, el dios al que está sirviendo es evidente que no es Dios. Es otro. Y, si nos fijamos en lo que dijo el Papa Francisco en su primera Misa, tendremos claro a quién sirve: “Quien no reza al Señor, reza al diablo”.

Por cierto, no entiendo qué hace el testimonio de este hombre en el Taco de la Compañía de Jesús.

Es triste, pero soy Frodo

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Leí “El Señor de los Anillos” hace, creo, unos 16 años. Más o menos. Recuerdo que lo leí porque no paraban de decirme lo bueno que era ese libro. Así que decidí probar. Y me lo leí. Enterito, ¿eh? Pero cultivé durante toda la lectura unas ansias homicidas hacia Frodo como nunca había tenido antes. A cada página estaba deseando que llegaran los Jinetes Negros, le cazaran y acabaran con él. Sí, así, como suena.

¿Por qué? Porque es el prototipo de personaje estúpido. “Frodo, no te pongas el anillo. Nunca. Bajo ningún concepto.” El chico muy espabilado no era. Habría resultado mejor decirle “póntelo todo lo que quieras, que te queda muy bien”. De esa manera a lo mejor habría mantenido los dedazos lejos del anillo.

Pero fue pasando el tiempo. Y he ido madurando. Y, lo siento mucho, pero Frodo me sigue cayendo muy, pero que muy mal. El problema es que he descubierto que Frodo soy yo.

No, no me han crecido los pies. Ni se me han vuelto más peludos. Ni he encogido, ni fumo la hierba de los medianos, sea lo que sea esa hierba, que no quiero saberlo.

En mi opinión, Tolkien, con el anillo único y la historia de Frodo, nos da una metáfora de la relación del ser humano con el pecado y la tentación. El anillo es el pecado. Más exactamente, las vanas promesas que trae la tentación (que es esa extraña llamada del anillo a su portador para que se lo ponga). Y Frodo, amigos míos, es cada uno de nosotros, que sabemos que la tentación no lleva a nada más que al pecado, al vacío y a la corrupción espiritual (como se ve que el anillo va corrompiendo a quien lo lleva) y, aún así, seguimos tropezando una y otra vez con las mismas piedras. Nos seguimos poniendo el anillo. Una y otra vez. Como tontos.

La verdad es que, hoy por hoy, admiro a Tolkien. Por su capacidad al crear el mundo de la Tierra Media y dotarle de esa coherencia interna, con idiomas reales y leyendas incluidos. Pero también, y especialmente, por estas joyas teológicas dentro de una historia que podría parecer incluso infantil. Para hacer eso así hay que ser un genio.

Y, al final, yo llevaba razón. Es un personaje estúpido. Que me encuentro cada vez que me miro en un espejo.

Judas

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Ayer, tras la Hora Santa, me quedé un rato para adorar al Señor en silencio. Como de costumbre, llevé mi librito con los Ejercicios Espirituales y me puse a hacer las contemplaciones por las que iba, que resultaron ser la de la Última Cena y la del Huerto. Pues bien, en la repetición de la contemplación de la Cena no paraba de venirme a la mente Judas. Mira que habría preferido fijarme en la Eucaristía o en el lavatorio de los pies. Pero no, Judas volvía insistentemente. Y me venía la idea de que, en la Cena, de alguna manera estábamos todos. Representados por esas 12 personas. Y Jesús se arrodillaba delante de cada uno de nosotros, incluyendo a Judas, y nos lavaba los pies. Jesús instauró la Eucaristía, y Judas participó de ella. Pero, ¿cómo lo hacía?

Judas no odiaba a Jesús. Pero no tenía interés en la voluntad de Dios. Ponía por delante la suya. Seguro que, al principio, estaba totalmente apasionado por Jesús. Pero, poco a poco, vio que lo que predicaba no era lo que él quería oír. Él prefería, seguramente, un Mesías guerrero. Alguien que levantara en armas a Israel contra Roma. Así que el apasionamiento fue dejando paso a la tibieza, a la indiferencia. Incluso, por qué no decirlo, a un cierto asco debido a unos actos y una predicación que a él no le decían nada, porque no quería que le dijeran nada, y le parecían una pérdida de tiempo. Jesús le lavó los pies, sí. Y a él le dio igual. Le permitió participar de su Cuerpo y su Sangre. Y a Judas no le importó lo más mínimo. Jesús le daba tanto igual que decidió entregarle. Como no era lo que esperaba, podía deshacerse de Él.

El problema está cuando te miras al espejo y ves que tú eres Judas. Que no pocas veces has estado ante el misterio de la Eucaristía como quien oye llover, sin prestar siquiera atención. Que vas a Misa sólo cuando es obligatorio. Que niegas con tus palabras o tus actos la presencia de Dios en el prójimo. Que, cuando estás en público, hay veces que ocultas el ser cristiano por miedo a lo que la gente diga. Y tantas otras cosas.

Y, sin embargo, cuando va a su encuentro, Jesús no duda en decirle “Amigo” (Mt 26, 50). No es un saludo. Jesús le sigue ofreciendo su amistad. No le abronca ni le amenaza. Le llama “amigo”. Pero Judas sigue adelante. Y, cuando se da cuenta de lo que ha hecho, su indiferencia deja paso a la desesperanza. Porque el ignorar a Dios te roba la esperanza y hasta la vida. ¡Qué grande el ejemplo de Pedro, que niega a Jesús pero se arrepiente! ¡Qué regalo, el sacramento de la Confesión, que nos permite ese reencuentro!

Judas dejó desaparecer la esperanza. Que nosotros jamás nos la dejemos arrebatar por nada ni por nadie. Busquemos siempre la voluntad de Dios y así seremos felices.

Fe sentimental

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Hace unos días, en una pequeña discusión de lo más peculiar por correo electrónico, entre otras cosas una señora me dijo, tajantemente que por supuesto que la fe es un sentimiento y que había que creer en que Jesús está en la Eucaristía porque así se siente.

Si la fe fuera un sentimiento, sería espantoso. Creeríamos en Dios y a Dios dependiendo de lo más inestable que pueda tener un ser humano. En un momento dado ese sentimiento desaparecería y, ¿qué haríamos? ¿Dejaríamos de creer en Dios? ¿Se acabó la fe? Igual que cuando dicen “se acabó el amor”, y se refieren a que se acabó el enamoramiento.

Como decía yo a esta mujer, si un buen día, comulgando, no sientes nada, ¿es que Dios no está en la Hostia esta vez? Absurdo.

No sé vosotros, puede que yo sea el raro. Pero en mi experiencia muchas veces no ha habido ese “sentir” que Dios estaba ahí. Y, francamente, creo que son los momentos en los que mi fe se hace fuerte de verdad. ¿Por qué? Muy sencillo. Es muy fácil tener fe cuando “sientes” la presencia de Dios. Es, por poner un ejemplo fácil de entender, como estar seguro de que tu cónyuge te es fiel estando continuamente con ella. Pero, en los momentos en los que el cónyuge está de viaje, en los momentos en los que parece que Dios es un cuento de hadas sin ningún atisbo de realidad, en esos momentos es en los que sólo podemos tirar de fe en estado puro. En esos momentos es cuando tenemos que decidir si nuestros sentimientos dicen siempre la verdad o si más bien hay que educarlos y corregirlos. En esos momentos es cuando verdaderamente decides creer. Decides tener fe. Decides aceptar ese don que Dios te da primero pero que requiere que lo cultives. Y, creedme, a veces es duro decir “sí, creo” cuando todo indica que no hay nada en lo que creer. Y, aún así, hay que esforzarse en decirlo. Si lo dudáis, recordad los últimos años de la Beata Teresa de Calcuta, en una noche total en la que ella se esforzaba una y otra vez en creer. O, incluso, a Jesús en la Cruz. ¿Dónde se ha metido Dios, que no le siento cerca? Da igual, yo sigo adelante porque, en el fondo, sé que está ahí. Y lo sé por la fe.

Bueno, a ver si nos tranquilizamos

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En el poco tiempo que lleva el Papa Francisco, ya ha dado tiempo a todo tipo de reacciones. Por un lado, las de siempre, las que cabía esperar. Que si apoyó la dictadura argentina, que si misógino… Payasadas que le caen siempre al que sea el Papa, nada nuevo bajo el sol. De hecho, es buena señal que se den estos ataques.

Sin embargo, esas no son las reacciones que me preocupan, sino más bien el fuego amigo. Porque tan peligroso es que haya ataques tan burdos como los que acabo de mencionar como el exceso de apasionamiento de otros. De todo he leído, encumbrándole como el paradigma de todo lo mejor. Y eso es peligroso porque todos tenemos defectos. Todos. No debemos divinizar a nadie ni exagerar las cosas.

El Papa es humilde. Claro que sí. Pero también lo es Benedicto XVI. Y lo fue Juan Pablo II. Y Juan Pablo I. Etc. Francisco tiene otro estilo, claro que sí. Se ve de forma quizá más clara. Pero la esencia no ha cambiado. ¿O creemos que es el único realmente preocupado por los pobres? Es lamentable ver tantos comentarios insistiendo en esa “nueva humildad” y que así se va a renovar la Iglesia, como si hasta ahora sólo nos hubiéramos preocupado de los ricos. Peor aún cuando vienen de personas que alabaron la humildad de Benedicto XVI y, ahora, prácticamente dan a entender que se comportó como una especie de emperador mientras Francisco es humilde “de verdad”.

Lamentable es que haya quien se empeñe en destrozar el Concilio Vaticano II según sus propias interpretaciones, dando a entender que ahora es cuando se va a empezar a cumplir de verdad porque no rezó en latín y unas cuantas cosas más. Da la sensación de que, quien eso escribe, realmente no conoce el Concilio. Bueno, lo conoce como lo conocen los Küng y compañía.

Lamentable es que se exageren algunos acontecimientos como si fueran señales divinas irrefutables. He llegado a leer la insinuación de que la famosa gaviota que se posó en la chimenea de la Capilla Sixtina era el Espíritu Santo. ¡Por favor! ¿Qué nos hemos bebido? También se han hecho famosas las anécdotas de un sujeto que había ido a esperar el resultado del cónclave con una pancarta que ponía Francisco I Papa y de otro que estaba esperando, rezando, arrodillado, vestido de saco. De este, algunos han llegado a decir que era el mismo san Francisco de Asís (¡toma ya!). En fin, no dudo de la existencia de las señales divinas. Pero sí que dudo de quienes dan mayor protagonismo a la señal que a lo señalado. Y eso si son realmente señales, que habría que verlo.

En fin, a ver si pasa el tiempo y se calman las aguas, porque ahora mismo parece como si algunos pensaran que la Iglesia realmente comienza en este momento, con este Papa, cuando llevamos más de 2000 años de singladura y nunca, en ningún momento, el Espíritu Santo ha dejado de gobernar esta barca.

Que el Señor dé fuerzas a nuestro Sumo Pontífice Francisco para guiar la Iglesia según Su voluntad.

Habemus Papam

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El nuevo Papa se me ha presentado, lo reconozco, como un desconocido. Apenas me sonaba su nombre. Pero en esos pocos primeros minutos a partir de su aparición ante la multitud congregada en la plaza de san Pedro ya me ha dado la sensación de conocerle de toda la vida. Un encuentro con un amado padre espiritual. Ni siquiera ha tenido que hablar. Sólo ha sido verle, con esa apariencia tímida, como de no tener muy claro cómo actuar ante tanta gente, y ya se ha ganado mi afecto incondicional. Estaba ante Pedro, al poco de decirle el Señor que le daba las llaves del Reino. Y él, consciente de sus debilidades humanas, había decidido confiar en Él y aceptar la llamada.

Y luego ha hablado. Sencillo, humilde, pidiendo oración. El Espíritu Santo ha llamado a otro buen Papa, no me cabe duda. Además, reconozco un cierto toque de orgullo por mi afinidad a la espiritualidad ignaciana. Creo que se me puede permitir, ¿verdad?

Ha elegido el nombre de Francisco. No Francisco I, ojo, porque no hay Francisco II. Sólo Francisco. Que, en sus primeras palabras, haya hablado de la evangelización de Roma, me hace sospechar que lo hace en honor a san Francisco Javier, jesuita como él y evangelizador infatigable. Y es que los jesuitas (los buenos jesuitas) tienden a ser buenos evangelizadores.

También puede tratarse de un guiño a san Francisco de Asís, por su cercanía a los pobres. Aunque, francamente, creo que en este aspecto no podemos desdeñar tampoco al santo navarro.

En cualquier caso, a él le corresponde, si quiere, explicar el motivo de su nombre. Y a nosotros nos corresponde rezar por él, dar gracias a Dios y obedecerle a él y a la Iglesia.

Por cierto, como nota final: si los “vaticanistas” cobraran, como los demás, por hacer bien su trabajo, ahora mismo estarían en el paro. ¿Divisiones en el colegio cardenalicio? ¿Que si los más probables eran tal, cual o pascual? Ni puñetera idea. No han dado una. Cómo se nota que Dios no se rige según las suposiciones humanas.

Actualización: parece que eligió ese nombre por san Francisco de Asís. Duda resuelta.

¿Dios castiga?

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Hoy, en la homilía, el sacerdote ha dicho algo que me temo que hay que matizar bastante, porque puede llevar a grandes errores: “Dios nos ama y por eso no nos castiga“. Digo matizar por no decir algo más fuerte, porque a los que somos padres nos deja caer con esa frasecita que, al castigar a nuestros hijos, no los amamos. Y eso no es así ni por asomo. Es justo al revés: porque amamos a nuestros hijos los castigamos.

El amor corrige. Si alguien me importa realmente, no puedo dejar que cometa un error, que empiece a ir por el mal camino, sin intentar que rectifique. Es algo que, por cierto, también hacían los apóstoles en la Iglesia primitiva y se ha hecho siempre. ¿Qué tiene de malo? Precisamente el amor busca lo mejor para el otro. Desde luego, no corregir no es buscar lo mejor.

Quiero pensar que todo viene de un concepto de castigo un poco peculiar, como si fuera algún tipo de venganza o acto sádico y cruel. O quizá se refiere a castigos desproporcionados, que en los humanos se dan y no son correctos. Y no, el castigo viene más bien del concepto de libertad y responsabilidad. Un castigo es la consecuencia por unos actos negativos. Por ejemplo: un padre le dice a su hijo que, si pinta en la pared, le quita la pintura. El niño pinta en la pared. Pues la mejor manera de malcriarle es no quitarle la pintura. El hecho de quitarle la pintura es una consecuencia de los actos del niño y hay que ayudarle a entender eso.

Las normas se hacen para regular la convivencia y, en algunos casos, para crecer como personas. Las normas que ponen los padres, así como la Ley de Dios, buscan la felicidad, el llegar a ser una persona en plenitud, el saber relacionarse consigo mismo, con los demás y con Dios. Pero ir contra esas normas tiene sus consecuencias.

De eso, la Biblia nos habla continuamente. Y no tenemos que irnos a los primeros libros siquiera. Jesús dice muchas veces que, si uno no se convierte, será arrojado donde es “el llanto y el rechinar de dientes”. ¿Es un castigo? Pues sí. Es la consecuencia de nuestros actos. El niño pequeño puede ver el que le quiten la pintura como un castigo. Pero el padre lo que ve es la necesidad de que entienda que los actos conllevan consecuencias. El padre busca que su hijo sepa usar su libertad adecuadamente. ¿Dios no querría tal cosa?

Pues bien, el pecado tiene sus consecuencias. Y esas consecuencias conllevan dolor, porque el pecado es un acto malo de por sí. Dios te da toda tu vida para ir conformándola con tus actos libres. Pero no te deja abandonado a tu suerte. Un ejemplo podría ser cuando nos encontramos en desolación. Dice San Ignacio de Loyola: “tres causas principales son porque nos hallamos desolados: la primera es por ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros exercicios espirituales, y así por nuestras faltas se alexa la consolación espiritual de nosotros”. La desolación puede ser la consecuencia de ser tibio. O un castigo por ser tibio. Precisamente como aviso para que dejes de serlo.

Lo que está claro es que, al final, habrá premio o castigo. Tanto el uno como el otro serán la consecuencia de los actos que hayamos acumulado en la vida.

Se nos olvida siempre que una faceta del amor de Dios es su justicia. Y sí, esa justicia encontrará todos los atenuantes que haya. Y será matizada por la misericordia. Pero seguirá siendo justicia.

Un par de enlaces sobre el tema:

Dios castiga (corazones.org).
Castigo de Dios (artículo en InfoCatólica).
Dios castiga (artículo en InfoCatólica).

Preparándose adecuadamente para la muerte

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El viernes, después de ir al Registro de la Propiedad Intelectual a registrar el manuscrito de mi primera novela, decidí acercarme a confesar. Cuando llegué, había una señora por delante de mí. Me senté a su lado, para hacer el examen de conciencia mientras llegaba el sacerdote.

Pasado un rato, esta mujer me preguntó si se iluminaba la lucecilla de al lado del nombre del sacerdote en el confesionario. Había ido pocas veces y quería asegurarse de ir con quien quería ir (que, por cierto, era mi mismo confesor). Seguimos hablando un poco más, y me dijo que si yo tenía más prisa pasara antes que ella, porque ella estaba haciendo una confesión general y la llevaría más tiempo. Añadió, con una sonrisa, que se estaba preparando para cuando llegara su día.

Esto, aparte de agradecido a Dios por esta hija suya tan bien dispuesta a acercarse a Él, me dejó pensativo. ¿Cuántas veces pensamos en serio que, en cualquier momento, podemos morir? ¿Estamos realmente preparados? ¿Estamos viviendo como si fueramos a vivir para siempre o sabiendo que lo que hagamos aquí es lo que nos marcará nuestro destino eterno?

No debemos tener miedo a meditar sobre la muerte. Es más, creo que es un deber que tendemos a dejar abandonado. Si alguien saca el tema, no tarda alguien en llamarle agorero, macabro, y alguna que otra lindeza más. Pero chico, es algo que va a ocurrir. Es más, es un evento bastante importante de nuestra vida, ¿no? Quizá el más importante. ¿Por qué no tratar de afrontarlo adecuadamente?

La meditación sobre la muerte no tiene que llevarnos a la tristeza ni al miedo. En absoluto. Nosotros sabemos de quién nos hemos fiado. Sabemos que Cristo está ahí, que Dios es Amor, que si le buscamos, Él se deja encontrar una y mil veces. Queremos vivir con Él. Queremos vivir en Él. Queremos seguir su Ley, porque es una ley de amor.

¿Miedo al infierno? No nos engañemos, a veces ayuda. Se trata del dolor de atrición. Pero lo mejor sería que, aunque ese fuera un punto de inicio, nuestro amor vaya creciendo hasta que el dolor de nuestros pecados sea de contrición. Es decir, por amor a Dios, por haber ofendido a quien tanto nos ama, no por miedo a las consecuencias de los pecados.

Estamos en Cuaresma. Es un tiempo idóneo para meditar sobre la Pasión del Señor. Fijémonos en su forma de afrontar ese momento cumbre. Cómo vivió en todo momento mostrando al Padre. Y dejemos que todo eso repercuta en nosotros. Saquemos provecho para nuestra alma de la contemplación de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Nuestro Dios nos promete una Resurrección para vivir eternamente junto a Él. ¿Qué mejor oferta puede haber?