Artículo publicado en el número 994 del año XXXV de la revista Sembrar, revista quincenal diocesana de Burgos, correspondiente al período del 5 al 18 de enero de 2014. Publicado también en el blog “Adelante la Fe
“.
Adoración
En el libro del Apocalipsis podemos vislumbrar, en varios pasajes, la liturgia celestial. En ella, tiene una parte central la adoración. Por ejemplo, en Ap 5, 8 y 5, 14 vemos a los cuatro Vivientes y a los veinticuatro Ancianos postrándose ante el Cordero. También vemos al apóstol san Juan, en Ap 1, 17, caer al suelo al encontrarse ante Cristo, presente en medio de la Iglesia. Y, por otra parte, Pablo nos indica que “ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble” (cf. Flp 2, 9-10). Vemos, por tanto, que en el Cielo como en la tierra,la adoración es la relación natural entre el Creador y sus criaturas. Esto es así porque adorar a Dios no es otra cosa que reconocerse creado, reconocer que todo nos viene de ese Dios que es Amor.
Por eso, la postura más indicativa de la adoración es postrarse de rodillas. Es la postura de quien se ve indigno de estar ante el Señor de la Historia, de quien se da cuenta de su pequeñez, infinitamente superada en grandeza por el adorado. Ese es el motivo de que, en la consagración, los fieles debamos arrodillarnos. Si creemos de verdad que el mismo Cristo se está haciendo presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad, la reacción natural ante algo tan grande es esa: arrodillarse en adoración. Adorar a Dios nos garantiza que no buscaremos otros diosecillos ante los que arrodillarnos. Dios es el único que merece tal tratamiento. Cualquier otra cosa, cualquier otro ser, ha tenido que ser creado por Dios y, como criatura, no debe ser tratada como sólo el Señor merece.
Es cierto que podemos adorar al Señor en todo momento. Pero lo que más se acerca a la liturgia celestial que hemos visto es adorar a Jesús en la Eucaristía. En ella se encuentra realmente presente ante nosotros el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Tan presente como cuando caminaba junto a Pedro y el resto de los apóstoles. De rodillas ante el sagrario participamos de un momento de Cielo, una continuación del culmen de toda oración, la Santa Misa.
En el silencio de la capilla de la Adoración Perpetua, en la iglesia de San José Obrero, tenemos la fortuna de poder encontrarnos con el Señor cara a cara, de día o de noche, a cualquier hora. En ese silencio sagrado, la voz del Señor resuena en nuestro interior y nos interpela. Os invito a ese encuentro. No os arrepentiréis.