¿No te asombra la increíble capacidad que tienen los niños para «reiniciar», para dejar atrás los conflictos puntuales que hayan podido tener?
Cuando tratas con otras personas hay algo que inevitablemente acaba llegando: el conflicto. De mayor o menor grado, desde un simple malentendido a dejar de hablar a otro. La vida en comunidad siempre tiene entre sus características el conflicto.
Es normal. Cada uno tiene su propia visión del mundo y sus propios egoísmos, que muchas veces chocan con la visión y egoísmos del de al lado. Podemos intentar minimizar las oportunidades de conflictos (es clásico lo de no hablar de fútbol, política ni religión), pero acabarán surgiendo. Si no es por esos temas, será por cómo hacer una tortilla de patatas (por poner un ejemplo). Seguro que sabes de lo que hablo.
Pues, si esto es de lo más normal, ¿cómo no va a serlo también en el contexto familiar? ¿Cómo no va a surgir de vez en cuando (o, incluso, con bastante frecuencia) algún conflicto con los hijos? Si haces bien tu papel de padre, estarás intentando guiar a tus hijos para ser la mejor versión de ellos mismos. Eso implica tomar decisiones, poner límites, castigar. Y a veces puede llevar a situaciones tensas quizá no bien resueltas.
Sin embargo, en este contexto es importante tener en cuenta el valor del perdón para restaurar esa relación paternofilial. Y sí, tenemos mucho que aprender de los niños. Desde que soy padre me he fijado en cómo, aunque haya habido algún momento difícil, de incomprensión, de tensión, al poco tiempo ya da lo mismo. Seguimos jugando como si nada. Como si no hubiera existido ese enfado.
El perdón de Dios es algo parecido. Le ofendemos, le apartamos de nuestra vida, le ninguneamos. Pero él sigue ahí, esperando. Amándote. Y, en el momento en el que vuelves a él y pides perdón por tus pecados… Como si no hubieran existido nunca. Dios los olvida.
Parece claro que este es el modelo para el perdón, ¿verdad? ¡Qué bueno sería que volviéramos a actuar como niños pequeños en algunas circunstancias! Por desgracia, según vamos creciendo crece también la semilla del rencor. Las ofensas cada vez nos dejan más huella. O, más bien, permitimos que nos dejen más huella. Y eso no es sano. Tenemos que volver a aprender a dejar que todo eso pase sin permitirle que nos vaya carcomiendo por dentro.
Tenemos que volver a ser como niños.