Cómo confesarse bien

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Ya he hablado muchas veces de la importancia de confesarse y de lo maravilloso que es este sacramento.

Pero uno no se puede confesar de cualquier manera. Hay cinco pasos que se deben seguir.

Pasos para una buena confesión

Sacramento de la PenitenciaEl primero, hacer examen de conciencia desde la última confesión. También si tenemos conciencia de haber olvidado algún pecado mortal en la última confesión, para confesarlo. Se trata de hacernos maduros, responsables de nuestros actos, pensamientos y omisiones.

Tiene que ser un examen de conciencia sereno y sincero. Sin culparse de más de lo que se es culpable, pero tampoco de menos. Sin miedo. Dios ya lo sabe, el sacerdote no se va a asustar. Lo que falta es que tú muestres tu arrepentimiento y tu responsabilidad.

El segundo paso es el dolor de los pecados. De nada sirve saber que has pecado si no te arrepientes de ello. Como hemos visto en la parábola del hijo pródigo, puede que este arrepentimiento no sea todo lo perfecto que nos gustaría.

Dolor que parte del amor de Dios. Por haber ofendido a quien tanto nos quiere. Esta es la perfecta contrición, que perdona los pecados veniales y también los mortales, siempre que se tenga propósito de confesarlos sacramentalmente en cuanto sea posible.

La atrición, o contrición imperfecta, en cambio, no perdona los pecados mortales, aunque dispone a obtener el perdón en la Penitencia. En este caso, el dolor viene del miedo a la condenación eterna o de la consideración de la oscuridad y fealdad del pecado. Es el tipo de arrepentimiento del hijo pródigo. Es también un don de Dios y puede ser el inicio de un camino de conversión y progreso espiritual. Una vez más, te lo digo por experiencia.

El tercer paso es el propósito de enmienda. Es decir, comprometerse a intentar no volver a pecar. Aun estando convencido de que acabarás volviendo a caer, tienes que ser firme en tus deseos de cambiar. De lo contrario, ni siquiera estarías pidiendo perdón de verdad. Sería como decir: «siento mucho haberte ofendido, lo volveré a hacer en cuanto salga». ¿Eso es pedir perdón? No, eso es reírse del otro. En este caso, de Dios.

Todos somos pecadores. Somos débiles. Pero no estamos solos. No es una lucha a acometer con nuestras solas fuerzas. En ese caso, la derrota sería segura. Pero también contamos con la gracia de Dios. Esa es nuestra principal fuerza.

La Penitencia requiere conversión, que queramos cambiar de vida.

El cuarto paso es decir los pecados al confesor. Con total confianza, sin miedo, sin ocultar nada. El sacerdote no se va a asustar por nada que oiga. No está ahí para recriminarte, sino para ayudarte. Para que te encuentres cara a cara con la misericordia divina. Para ofrecerte consejo en tu camino. Dile todo. Te aconsejo empezar por los pecados que más te avergüencen. Así te los quitas de encima cuanto antes y lo demás será más sencillo. Qué pecados has cometido, cuántas veces, si hay alguna circunstancia que los haga más o menos graves. Abre tu corazón.

Es muy recomendable tener siempre el mismo confesor. De esta manera, será más fácil que te guíe, al poder ir comprobando de qué pie cojeas más, cuáles son tus avances, etc.

Y, por fin, el quinto paso es cumplir la penitencia, que suele consistir en rezar unas oraciones. Además, hay que restituir aquello que se haya dañado, como devolver lo robado o tratar de restablecer la reputación de aquella persona contra la que se haya hablado.

La confesión quita el pecado, pero todavía permanecen sus efectos. No deja de ser como un problema de salud, pero espiritual. Alguien que haya tenido una gripe fuerte, por ejemplo, a pesar de que consiga vencerla, todavía puede tener debilidad y cansancio como consecuencia de esa enfermedad. La gripe en sí ha pasado, pero sus efectos no.

Con el pecado ocurre algo similar: daña a uno mismo, al prójimo, a la relación con Dios, a la Iglesia. Tras el perdón del pecado todavía hay que terminar de recuperar la salud espiritual, expiando el pecado. Eso se hace por medio de la penitencia, que el confesor impondrá teniendo en cuenta las posibilidades del penitente, la gravedad de sus pecados y su bien espiritual.

No tengas miedo y confiésate con frecuencia. Verás tu vida espiritual mejorar y fortalecerse.

Este texto lo he extraído de mi libro: El regalo de los mandamientos, en el que revisamos uno por uno cada mandamiento de la Ley de Dios y de la Iglesia. También incluye una ayuda para el examen de conciencia. Lo puedes encontrar en Amazon. Seguro que le hace bien a tu alma.

Glorifica a Dios con tu vida.

Por Cristo, con Él y en Él

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Adoración a Cristo EucaristíaEsta oración tan hermosa y significativa la dice el sacerdote (solo él, los fieles no deben repetirla) al finalizar la plegaria eucarística. Es como un broche de oro de lo que acaba de ocurrir en la Misa: la transustanciación. El pan y el vino ahora son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y el sacerdote los eleva con solemnidad. Y, entonces, dice (o canta, que sería preferible):

Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.

Y el pueblo de Dios responde con el gran amén, el más solemne de toda la Misa, con el que se unen a esa doxología, a esa alabanza que el sacerdote ha presentado a Dios.

Es una pena que muchas veces no nos demos cuenta de lo maravillosa que es la liturgia, tan llena de significado. Profundicemos un poco en esta oración que resume tan bien la vida cristiana y a la que tan poca atención se presta.

El sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre del Señor. Está ofreciendo al Padre el Sacrificio definitivo, a su propio Hijo, muerto y resucitado por nosotros. La Víctima perfecta. Un sacrificio sin mancha que no va a rechazar.

Por Cristo: Cristo es nuestro mediador. Solo Él nos lleva al Padre. Es Camino, Verdad y Vida. Jesús es el Sacerdote eterno que intercede por nosotros ante el Padre, por lo que alabamos al Padre por medio de Cristo. Y nuestra alabanza también es para Cristo. Todo lo que hace el cristiano debería ser para mayor gloria de Dios, parafraseando a mi querido san Ignacio de Loyola.

Con Él: nos unimos a Cristo para esa alabanza y esa glorificación al Padre. Toda la vida del cristiano tiene que estar unida a Cristo. Siempre tenemos que estar con Él, alabando a Dios, haciendo de nuestra vida un instrumento del cielo. Si Jesús alaba al Padre, nosotros no tenemos excusa para no hacerlo, glorificándole con nuestra vida.

En Él: san Pablo dijo que «no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). El cristiano no se conforma con quedarse junto a Cristo, sino que se sumerge en su vida, en su ser. Tiene que llegar a convertirse en otro Cristo, a identificarse con Él, de la misma manera que Él se identificó con nosotros asumiendo nuestra naturaleza para salvarnos. Estamos unidos a Él por el Bautismo, sepultados en sus aguas y renacidos como hijos en el Hijo. Nuestra vida debe ser una vida en Cristo.

A ti, Dios Padre omnipotente: caminamos hacia el Padre misericordioso, creador de todo, lo visible y lo invisible. Él es nuestro horizonte. Hacia Él nos lleva nuestro Señor Jesucristo. Hacia Dios, que es Amor. Por tanto, nuestra alabanza va dirigida a Él. No nos dejamos engañar por los ídolos que el mundo y nuestra propia soberbia nos ofrecen. La gloria es solo para Dios.

En la unidad del Espíritu Santo: Dios es trinitario. Y el Espíritu Santo es ese Amor del Padre y el Hijo, que es otra Persona de la Trinidad. El Espíritu es el que nos mueve por el camino cristiano. Sin el mismo Espíritu de Cristo, no podríamos resucitar para la vida. La Trinidad, comunión de amor y vida, nos llama a formar parte de esa comunión. Y solo podemos responder desde ella misma, desde el Espíritu Santo.

Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos: Dios es el único merecedor de honor y gloria. «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 115, 1). Solo somos vasijas de barro amadas por Dios hasta el infinito. Todo lo bueno viene por Él, y así lo debemos reconocer. Es el Dios que con tan solo quererlo, sin ningún esfuerzo, dio origen a todo el universo, lo diseñó de manera que se desarrollara, lo mantiene en su mano. El mismo Dios que nos creó sabiendo que le traicionaríamos, pero que nos ama tanto que entregó a su Hijo. Él es el único merecedor de todo el honor y la gloria, a la que tenemos que contribuir con nuestros actos.

El pueblo se une a esta proclamación con su amén. El gran amén, con el que afirma, aclama y cree en lo que se acaba de decir, en lo que acaba de suceder en el altar.

Deberíamos pronunciar esta palabra con la solemnidad que merece el momento. Por desgracia, se ha usado y abusado tanto de la palabra «amén» que algunos la utilizan como una simple muletilla. Y nada más lejos de la realidad. En el Apocalipsis Jesucristo se revela como el «Amén» en la carta a la Iglesia de Laodicea: «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios» (Ap 3, 14). Él es la Palabra por quien todo se ha hecho (cf. Jn 1, 3). «Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él. Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya a través de nosotros» (2 Cor 1, 20). Jesús es el sí del Padre. Es la realización de sus promesas, su cumplimiento. Es el Amén.

Tenemos que revalorizar esta expresión y dejar de utilizarla como una muletilla o como algo que está al final de la oración, sin saber muy bien qué pinta ahí. Cuando digamos «amén», que sea con sentido, teniendo bien presente lo que estamos diciendo: creo, confío en Dios, confío en su Palabra.

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A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados

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Sacramento de la PenitenciaLos discípulos no eran las personas más valientes del mundo. Eso es un hecho, y nos sirve como una fuente de ánimo porque Dios no elige necesariamente a los más preparados, sino que es Él el que los prepara para la misión que quiera darles. Eran muy humanos, como nosotros, con nuestras mismas dudas y dificultades.

También es una prueba de la verdad de la fe cristiana, porque esos cobardes, de repente, se lanzaron a predicar a Cristo muerto y resucitado sin preocuparse de que los pudieran matar por su fe. Algo los hizo cambiar. Más que algo, Alguien.

El día de la resurrección, los discípulos se encuentran en una casa, encerrados, por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19-23). Si al Maestro lo han tratado así, ¿qué pueden esperar ellos? Y, de improviso, Jesús se aparece en medio de ellos. Sin necesidad de abrir puertas ni ventanas, el cuerpo glorioso ya no tiene las restricciones de la materia.

Lo primero que les dice es: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). Y, para que se den cuenta de que realmente es Él, les enseña las manos y el costado. Jesús está glorificado, pero no renuncia a su sacrificio. No «arregla» su cuerpo para que desaparezcan las huellas de su crucifixión. Es curioso ver que nosotros somos un poco diferentes. Preferimos renunciar a cualquier huella de sufrimiento. Incluso si ese sufrimiento nos lleva de camino a la gloria. Así, procuramos evitar sacrificios y penitencias que nos pueden ayudar para fortalecer nuestro espíritu. Eso sí, no nos privamos de lo que nos dé placer. Tenemos un poco trastocada la jerarquía de las cosas.

Jesús muestra las heridas que nos trajeron la salvación y los discípulos se llenan de alegría porque por ellas se dan cuenta de que es Él, el Maestro. De que ha resucitado. Paz y alegría, los «síntomas» del encuentro con Cristo.

Pero Jesús no va solo a que lo miren. Tiene una misión para ellos. Igual que el Padre lo ha enviado a Él, Él los envía a ellos. Serán quienes difundan Su mensaje, quienes difundan la fe verdadera, quienes propiciarán que otros se encuentren con Cristo igual que ellos lo hicieron. Y, dentro de esa misión, otra relacionada con ella y mucho más concreta: «a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23).

¡Qué gran momento! La institución de un sacramento tan hermoso como la Penitencia, en el que el pecador reconoce el mal que ha hecho y se acerca, humilde, a Cristo, asumiendo las consecuencias de sus actos, para que la sobreabundante misericordia del Señor restaure su alma. Nunca se dirán suficientes maravillas sobre este sacramento, tan denostado en ocasiones.

Te invito a acudir a la confesión aunque tus pecados solo sean veniales. Coge costumbre de ir con frecuencia para aumentar la gracia de Dios en ti, para buscar con ahínco la santidad, para que tu alma brille, para coger fuerzas y «cargar las pilas» espirituales.

Sacado de mi libro Meditando el Santo Rosario.

DESCUBRE MEDITANDO EL SANTO ROSARIO

Escucha a tus emociones

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Escucha tus emociones¿No te llama la atención que el mundo se haya vuelto tan sentimentalista, pero que, al mismo tiempo, haya algunas emociones que están mal vistas y que luchamos por reprimir u ocultar a cualquier precio?

Y, en realidad, tiene toda la lógica del mundo. El grave problema del sentimentalismo es que todo se basa en los sentimientos. Por tanto, si hay algo que nos hace sentir mal, tiene que ser malo a la fuerza y tenemos que quitarlo de en medio.

Necesitamos romper con esa forma de ver las cosas que solo nos va a llevar a más y más problemas mentales, porque todas y cada una de las emociones tienen su importancia y es preciso conocerlas y saber gestionarlas. No quedarnos en un simple: esto me gusta, lo trato de tener al máximo; esto no me gusta, lo rechazo y lo reprimo como si no existiera.

Somos seres racionales, tenemos la capacidad de comprender. Y la inteligencia emocional es un tema que apenas se toca, pero que puede marcar una diferencia enorme en nuestra vida.

Nuestro cerebro está continuamente evaluando los estímulos que le llegan, tanto exteriores como interiores, para ver cómo actuar ante ellos. Si se encuentra con algo que pueda desencadenar una emoción del tipo que sea, porque dentro de su increíble capacidad de reconocimiento de patrones llega a la conclusión de que concuerda con algo adecuado para esa emoción, activa los impulsos fisiológicos correspondientes según la emoción de la que se trate.

En ese momento se activa lo que se conoce como el período refractario, en el que nuestra amígdala está decidiendo a quién le pasa la información, centrándose en lo que se refiere a esa emoción. A mayor intensidad de la emoción, mayor período refractario, es como si la emoción se apoderara del control. Luchar contra la emoción en este momento solo va a hacer que se haga más fuerte, llevando a un secuestro emocional y, por tanto, un «estallido» de emoción. Que no siempre es algo negativo, todo hay que decirlo. Pero es aquí donde tenemos que darnos cuenta de lo que ocurre para actuar en consecuencia.

Por último, según las reglas de demostración de las emociones que hayamos ido aprendiendo de la sociedad, el instinto, la activación fisiológica del cuerpo y las posibilidades del entorno, llevaremos a cabo unas acciones u otras. Esto es importante, porque se trata de algo que se puede entrenar y que también es cultural. Si se nos ha educado de forma que vemos como natural reprimir las emociones, eso es lo que haremos, dando lugar a un serio problema. Las emociones etimológicamente se refieren al movimiento, porque nos activan, nos impulsan a actuar de alguna manera. Si las ocultamos y no las exteriorizamos por sistema, esa fuerza va a seguir ahí dentro; sin salida, pero intentando salir.

Y acabará encontrando la manera de hacerlo, aunque sea en la forma de ansiedad, depresión, un estallido de rabia, etc.

Para recuperar tu vida tienes que decir NO tanto a dejarte llevar por las emociones como a no aceptar sus mensajes.

Cada una de ellas es buena y útil.

Lo que tenemos que hacer es aprender a escucharlas, a descubrir lo que nos tienen que decir y no dejarnos dominar por ellas.

¿Quieres que hable más sobre las emociones?

Te escucho.

¿Cómo conseguir que nuestros hijos nos escuchen?

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Padre hablando con su hijoComo padre de familia numerosa, sé que una de las dificultades más habituales en el entorno familiar es el de que nuestros hijos se empeñan en no escuchar lo que les decimos.

¿O no hay veces en las que parece que hablamos con piedras?

Y, sin embargo, por mucho que pueda resultar frustrante (al fin y al cabo, queremos lo mejor para ellos y es importante que nos escuchen), es de lo más lógico.

Hagamos un experimento: imagínate que tienes a alguien cercano que siempre te está dando instrucciones sobre cómo hacer las cosas. Que habla, habla y habla; que exige que se le escuche y se enfada si estamos a otra cosa.

¿Cuánto tardarías en dejar de prestar atención?

Al final, su voz sería como un ruido de fondo y poco más.

Ahora imagínate que tienes a alguien que te escucha de verdad. Quizá hayas tenido la experiencia de conocer a una persona así. Que pone todo su ser en lo que tienes que decirle.

Queremos que nuestros hijos sean así con nosotros, pero falta un detalle: ¿lo somos nosotros?

Si has tenido la suerte de que te han escuchado de esa manera, sabrás bien lo que se siente: esa persona te valora. No te ve como un mero trámite. Es más, si te fijas en los que más te hayan marcado para bien, es más que probable que te encuentres con gente que te escuchaba de verdad, sin paliativos.

Mediante esta forma de escuchar, la escucha activa, le estamos diciendo a nuestro interlocutor: te valoro. Valoro lo que me tienes que decir. Quiero que te expreses y formar parte de tu historia, de tu pensamiento. Sé que eres alguien maravilloso, digno de ser escuchado, de ser tenido en cuenta.

Cuando escuchamos así, no nos dedicamos a buscar respuestas. Solo buscamos comprender, dar la mano y acompañar. Si después hay que dar una respuesta, se da con amabilidad, mostrando que honramos su confianza para con nosotros. Porque que alguien quiera compartir contigo su tiempo, sus pensamientos, es algo muy especial que banalizamos demasiado.

¿Escuchamos así a nuestros hijos? ¿Lo dejamos todo cuando vienen a contarnos algo o nos dedicamos a mirar el móvil, a pensar en otra cosa, a buscar una respuesta a lo que nos digan para poder terminar cuanto antes?

¿Nos damos cuenta del poder de la conversación sincera, de que alguien nos valore lo suficiente como para pasar parte de su tiempo escuchándonos?

Pues, si no lo hacemos nosotros, ¿cómo esperamos que ellos nos escuchen así?

Haz la prueba y escúchales como si no tuvieras nada más que hacer. Que se sientan escuchados, queridos. Ya verás cómo es el principio de un cambio maravilloso.

Lobos con piel de cordero

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Lobos con piel de corderoPor lo general, siempre tengo el mismo confesor. Es lo más recomendable, ya que así puede darte consejos más acertados.

Sin embargo, los sacerdotes también tienen derecho a tener sus momentos de vacaciones. Y, cuando esto ocurre y coincide que me quiero confesar, me busco la vida.

Bueno, pues ocurrió eso mismo. Fui a confesarme y, no recuerdo por qué motivo, el sacerdote empezó a decirme que no le cuadraba eso de que Jesús fuera hijo único, que él venía de una familia numerosa y es una bendición, y que en aquellos tiempos era raro que solo tuvieran un hijo…

En definitiva, que, como él no comprendía una serie de dogmas, eso quería decir que no eran correctos. Y, peor aún, así lo enseñaba.

Un sacerdote.

Me pregunto cómo es posible que esté confesando alguien que ni siquiera cree en lo que dice la Iglesia.

Pueden parecer detalles menores, pero no lo son. Toda verdad viene del Espíritu Santo. Y toda negación de la verdad va en contra del Espíritu Santo. Con sus predicaciones tan «inocentes» lleva a quienes le escuchen a la duda, a la desconfianza en la Iglesia. A alejarse de ella.

Y todo porque, tras apariencia de humildad, esconde una soberbia que le impide aceptar lo que no comprende. Que le impide dejarse sorprender por Dios.

En definitiva, es un lobo con piel de cordero. Sin saberlo siquiera.

Por supuesto, no he vuelto ni a acercarme a ese sacerdote. Tenemos que tener muy claro que es nuestra responsabilidad discernir lo bueno de lo malo y no reírle las gracias a quienes intentan apartarnos de la verdadera fe.

Para eso, nuestro deber es conocer la fe. Es una buena manera de vacunarse contra lo que nos digan pastores que se alían con los lobos en lugar de guiar a las ovejas.

Pero también nos servirá para no convertirnos nosotros en lobos con piel de cordero. Porque el peligro es real. La soberbia está en todos. Nos gusta creernos más que los demás. Sin embargo, no nos cuesta demasiado juzgar lo que no entendemos como si no fuera cierto para sentirnos especiales, superiores.

Dentro de lo que cabe, es fácil detectar cuando es otro el lobo. No tanto cuando es uno mismo.

Debemos pedir a Dios humildad para dejarnos guiar por Él, para creer incluso cuando nos cueste comprender algunas cosas, para formarnos y no pensar que ya lo sabemos todo.

Y, por supuesto, para relacionarnos con el Señor con amor y verdad.

Glorifica a Dios con tu vida.

¿Victimismo o cambio?

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Escribir desde la ansiedad, la depresión y el dolorHace ya unos años, en una empresa en la que estuve decidieron cambiar el convenio por uno con peores condiciones. Tengo que decir que yo me libré por motivos que no vienen al caso. Digamos que no podían hacerlo.

El caso es que empezaron a comunicar el cambio y, como es lógico, comenzaron los rumores, las charlas y los corrillos. «¡Esto no puede ser!». «¡Siempre hacen lo que les da la gana!».

Incluso hablaban de crear un comité de empresa. No iban a descansar hasta lograrlo.

Al poco, empezaron los comentarios con algo más de sinceridad: «Yo lo que quiero es que alguien dé la cara por mí delante de la empresa».

Por supuesto, los ánimos se fueron enfriando y todo quedó igual, pero con el nuevo convenio.

El malestar era real. Estaba justificado. Pero la fuerza se iba por la boca en lugar de convertirse en acción.

Hay un serio problema cuando, a pesar de que nos damos cuenta de que necesitamos que algo cambie en nuestra vida, esperamos que ese cambio venga por parte de los demás. Si no estamos dispuestos a arriesgar por ese cambio, quizá haya que pensar que, en realidad, no lo queremos.

Sí, por supuesto, el miedo juega un factor fundamental. Pero vuelvo a lo del párrafo anterior: ¿queremos cambiar o no? ¿Preferimos dejarnos pisotear a levantar un poco la cabeza para decir que no, que las cosas no se hacen así?

No podemos esperar un cambio sentados cómodamente mientras nos quejamos. Eso no lleva a nada más que a un autoengaño de victimismo. Porque somos nosotros solitos los que nos atribuimos el papel de víctimas. De pobrecitos oprimidos. Por el jefe, por el tiempo, que no me deja hacer lo que quiero, por la situación…

En vez de buscar excusas, busquemos maneras de avanzar.

Tuvieron la posibilidad de cambio en la mano. Si se hubieran unido, estoy convencido de que habrían podido lograr unas mejores condiciones.

Pero la fuerza se les fue por la boca. Y, al final, se quedó en un derrotista: «Es lo que hay, qué le vamos a hacer».

La pregunta fundamental es si te vas a quedar en tu papel de víctima o si vas a salir de él para buscar ese cambio a mejor que estás deseando.

Yo diría que la mejor opción es la segunda, pero cada uno tiene que hacer su propia elección y asumir las consecuencias.