Un matrimonio abierto de forma heroica a la vida

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En tiempos como los actuales, en los que la apertura a la vida se mira más bien con sospecha y hasta con desprecio (en concreto, ayer, en una charla informal, cierto compañero de trabajo se refirió a un movimiento católico con una expresión tal como “los de tener quince o dieciséis hijos”, de forma un tanto despectiva), es no sólo importante, sino necesario, mirar ejemplos como este matrimonio, padres de 21 hijos, en proceso de beatificación. Habéis leído bien: 21 hijos. Y no se trataba precisamente de millonarios. Tan sólo estaban abiertos a lo que Dios pidiera de ellos. 21 veces llamó la vida a su puerta, y ni una sola vez la rechazaron. Hoy, en muchas ocasiones, antes de pensar en un hijo parece que hay que hacer una especie de balance de cuentas a ver si va a salir demasiado caro o es mejor esperar para poder irse de vacaciones.

Este matrimonio es un ejemplo de entrega a su vocación matrimonial y de aceptación de la voluntad divina. En el momento de aceptar una vocación, uno firma (o, al menos, debería firmar) un cheque en blanco para Dios. Se trata de buscar en todo momento la voluntad divina y cumplirla. En toda vocación. Tanto el sacerdote como el monje, tanto el laico consagrado como el casado, tiene el deber de escuchar la voluntad de Dios y seguirle por los caminos por los que le quiera llevar. Aunque sean tan sorprendentes como los de este matrimonio, que ha dado lugar a otros 21 caminos diferentes.

¡Qué susto! ¡Un casto!

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Pues sí, hay gente que se preocupa por las cosas más pintorescas. Y así podemos leer que “sexólogos temen que la educación sexual impartida en algunos colegios valencianos promueva la castidad“. De verdad, ¡qué desvergonzados! Mira que promover la castidad… ¿Qué será lo siguiente? ¿Promover la comida sana?

Me temo que esa preocupación parte de un interés comercial (hay que recordar que la industria del preservativo es eso, una industria). Y, como no se suele decir nunca lo que es realmente la castidad, pues en la mente de la gente resuena como algún tipo de represión psicológica temerosa de la sexualidad. Oye, pues nada más lejano de la realidad. Lo aseguro como alguien que trata de ser casto en su matrimonio.

La castidad implica que lo propio del ser humano, esto es, la razón, gobierne los impulsos de la concupiscencia dentro de un conocimiento de la esencia de la sexualidad humana, que no se limita, como tanto se empeñan en hacernos creer, a la genitalidad, sino que implica a la persona entera. Dentro de esa esencia de la sexualidad se encuentran los dos aspectos implicados, el unitivo y el procreativo. Cuando se busca algo inferior a esto, se está insultando a la dignidad de la persona.

La persona humana no es una especie de orangután incapaz de controlar sus impulsos. Es realmente despreciable tratar de reducirla a eso a base de apartar a los jóvenes de la virtud de la castidad por motivos ideológicos y comerciales. Porque, por mucho que enarbolen la bandera de la ciencia, la ciencia no les da la razón.

De hecho, la ciencia (y la lógica más simple) demuestran que, precisamente, lo mejor que se podría hacer por la salud de los jóvenes en esta materia es promover la castidad. Y eso se ha concretado en la estrategia ABC, que tan buenos resultados ha dado para contener el SIDA en los países en los que se ha utilizado. A de Abstinencia (lo dicho, no somos orangutanes sin capacidad de raciocinio). B de Be Faithfull (Fidelidad). Porque resulta que está demostrado que la fidelidad a tu pareja es lo mejor para evitar contagios. C de condón. Como último recurso, si te empeñas en ser como un orangután irracional, pues chico, dale de comer a las multinacionales.

Ojalá la educación sexual realmente se fijara en la realidad de la sexualidad en lugar de en fabricar borricos ávidos de placer sin responsabilidad.

Cuando los niños hacen ¡oh!

Artículo publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 112, número 1, de Enero de 2011, bajo el título “La sorpresa de los niños”.

Cuando los niños hacen ¡oh!

Cuando los niños hacen ¡oh!Así se titulaba una conocida canción de Povia, en la que hablaba de la increíble capacidad de sorpresa de los niños. Sólo hay que verlos para darse cuenta de que desde su más tierna infancia se sorprenden de cada cosa que encuentran. Incluso de sus propias manos, las observan como queriendo aprendérselas de memoria, como si cada vez que las miraran descubrieran algo nuevo. Y, ¿qué decir del resto de lo que van viendo? El empeño en observar las flores y tratar de cogerlas para poder mantener junto a ellos esa belleza. Los vivarachos pájaros que parecen responder a la curiosidad de los niños con sus vuelos, cantos y movimientos. Atentos a cada elemento que se cruza ante sus ojos, casi a cada brizna de hierba. Todo es nuevo, todo es mágico.

La tragedia es que, a medida que vamos creciendo, nos vamos acostumbrando a lo que habíamos descubierto, o más bien habíamos creído descubrir. Y digo que habíamos creído descubrir porque con la edad o “madurez” se nos cierran los ojos de tal manera que creemos que ya no nos puede sorprender nada, no nos damos cuenta de la infinita novedad que es la Creación entera. Cada segundo que vivimos, cada milímetro que recorremos, está plagado de las maravillas a las que nos hemos acostumbrado. Interactuamos con otras personas y no somos conscientes de todo lo que llevan dentro, de toda su historia, tanto la pasada como la venidera. No vemos ese brillo en la mirada que a lo mejor ayer no estaba, ni esa sonrisa que posiblemente hacía tiempo que no iluminaba su rostro.

Poco a poco, nos vamos convirtiendo en piedras. Tenemos las cosas muy vistas y necesitamos más emociones, algo que nos haga sentir vivos, algo diferente. Intentamos escapar de la vida monótona y absurda que parecemos llevar. Algunos incluso hacen deportes de riesgo o buscan una salida en las drogas y otras adicciones. Pero la actividad más novedosa, de mayor riesgo y en la que menos nos solemos fijar es, precisamente, vivir. ¿Cuándo fue la última vez que fuimos paseando tranquilamente, fijándonos en los olores de las flores, los sonidos de la calle, las expresiones de la gente que nos vamos encontrando? ¿Cuándo fue la última vez que miramos al cielo y encontramos en las nubes un mundo plagado de formas de todo tipo, como caballos, dragones, y hasta algún que otro rostro conocido? ¿Cuándo, en definitiva, decidimos dejar de maravillarnos por la vida y nos lanzamos a pasar por ella como si tuviéramos prisa de llegar no se sabe muy bien a dónde?

¿No se supone que tenemos que ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos? Y, ¿qué tal empezar por volver a sorprendernos de la vida y todo lo que nos depara?

La fe de los demonios (o el ateísmo superado)

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La fe de los demonios (o el ateísmo superado) es el título de un libro que compré en Roma (eso sí, lo compré en español, no tengo ni idea de italiano) y que he terminado de leer hace poco.

Me llamó la atención la forma en la que hablaba de las tretas diabólicas para separarnos de Dios. Pedí permiso a Ana, puse ojos de gato de Shreck y conseguí que me dejara comprarlo. No me he arrepentido.

Parece mentira lo olvidado que tenemos los propios cristianos algo que se dice claramente en las Escrituras: los demonios tienen fe. Creen totalmente y sin ningún atisbo de duda en cada uno de los dogmas. Sin embargo, como indica esta obra, es una fe puramente intelectual. No está interiorizada porque se eligieron a sí mismos en lugar de a Dios. Es como la fe de los fariseos, según vemos en los Evangelios. Se puede creer en todo lo que diga la Biblia, y aún así, empeñarse en ver a Dios como el enemigo. Y muestra que esta forma de fe está mucho más cerca de lo diabólico que el ateísmo. Además, como he dicho antes, trata sobre las tácticas diabólicas, lo que ayuda a desenmascararlas cuanto antes.

Se trata de un libro muy recomendable y muy instructivo. Sería un buen regalo de Reyes.

Sagrada Familia

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En la homilía de este domingo de la Sagrada Familia nuestro párroco nos recordaba la enorme importancia que tiene la familia (la de verdad, no los “nuevos modelos de familia” que algunos se están inventando) tanto para el individuo como para la sociedad.

Es en la familia donde el individuo se encuentra reconocido por lo que es, donde va a aprender los valores que le formen como persona.

Es significativo ver que el refrán “de tal palo, tal astilla” suele acertar. Pero no sólo por un parecido físico que vendría tan sólo de una ordenación genética, sino también porque el hijo suele tener también los valores y el carácter que ha visto en sus padres. Si los padres son egoístas es difícil que el niño no sea egoísta. Si los padres son un ejemplo de amor, el hijo también estará marcado por eso. Aunque luego el tiempo y las propias vivencias de cada uno colaboren a lo que se llama la socialización secundaria, la base, la socialización primaria, es algo exclusivo de los padres. O debería serlo, más bien. Ni el Estado, ni la Iglesia, ni ninguna ideología, ni nadie tiene ningún derecho a suplantar a los padres en la educación de los hijos. Es al revés, los padres tienen el derecho a, en los casos en los que necesiten ayuda, delegar parte de la educación a otras personas (profesores, catequistas, etc). Pero siempre bajo la supervisión de los padres.

La familia es la célula básica de la sociedad. Sin familia (siempre que digo familia me refiero a a lo que es la familia, no a los engendros capricho de los gobernantes) no existe la sociedad. Es así de sencillo. Si no hay matrimonios (es decir, un hombre y una mujer unidos como comunidad de amor y vida de forma total y exclusiva) abiertos a la vida ya me diréis de dónde puede salir la sociedad. Si la sociedad desapareciera por algún tipo de cataclismo (más probablemente político que físico), seguiríamos uniéndonos en familias. Porque es lo que llevamos dentro. Seremos más o menos egoístas, más o menos independientes, pero al final, cuando hace falta, siempre recurrimos a la familia.

En la familia de Nazareth tenemos un modelo perfecto de familia cristiana. Marido y mujer con plena confianza en Dios, abiertos a la vida (María podría haber dicho al ángel que no quería ser la madre de Dios), y con el hogar centrado en Cristo. Mucho amor, concretado en el día a día, no como un sentimiento difuso que viene y va. La evangelización, la venida del Reino de Dios, no puede dejar de lado que los cristianos formemos familias como la de Nazareth. Con nuestras dificultades e imperfecciones, que todos tenemos, pero siempre siguiendo hacia delante por el único que es el Camino, la Verdad y la Vida.

Bendito trabajo

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Artículo escrito en febrero de 2010 y publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 112, número 5, de Mayo de 2011.

Bendito trabajo

Bendito trabajoEn la Roma clásica la percepción del trabajo era muy especial. Recordemos que se trataba de una sociedad en la que la mayoría de la gente eran esclavos y en la que unos pocos se mantenían del trabajo de los demás. El trabajo se veía precisamente como algo propio de pobres y de esclavos, mientras que los ciudadanos y los nobles no se tenían que preocupar de esas ocupaciones tan poco elevadas.

En ese clima la predicación cristiana dio como fruto una renovación que, aunque al principio no parecía más que algo de unos pocos locos, llegó a revolucionar el mundo. Tras el edicto de Milán, cuando las persecuciones oficiales cesaron, quienes habían huido al desierto regresaron a la ciudad. Pero lo que encontraron no les gustó demasiado, se encontraron con una sociedad en decadencia que lo único que les ofrecía era tentación. Y, precisamente porque querían vivir su fe, volvieron al desierto. De esta manera nació el anacoretismo. Con el tiempo, el anacoretismo dio lugar al cenobitismo y a los monasterios. Se trataba de laicos, de gente normal, que espontáneamente decidieron apartarse del mundo para poder acercarse más a Dios.

Una de las características de estas nuevas formas de vida era el trabajo. Buscaban acercarse al pobre, al esclavo, y lo que caracterizaba a estas clases sociales era precisamente el hecho de tener que trabajar. De esta manera se dio una revalorización del trabajo que cambió el mundo occidental. Ya San Pablo decía que “si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Tes. 3.10), referido a aquellos que, esperando una pronta venida del Hijo, cesaban sus actividades, pero igualmente válido como regla del trabajo cristiano. No hay en ningún momento rechazo del trabajo, sino todo lo contrario.

El cristianismo siempre ha valorado el trabajo. Es totalmente falsa la idea tan comúnmente aceptada (y echada en cara no pocas veces) de que el trabajo es para nosotros una especie de maldición divina. Esta apreciación surge de la equivocada interpretación del versículo del Génesis en el que, tras comer del fruto prohibido, Dios les dice a Adán y Eva que tendrán que ganarse el pan con el sudor de su frente. Esto sólo hace referencia al cambio surgido a raíz del pecado en la relación con el mundo. Lo que antes no les implicaba un sufrimiento ahora sería diferente, porque se habían alejado de Dios. Sin embargo, hay que recordar que en el plan de Dios estaba que el hombre dominara la creación y la continuara. El hecho de que Dios nos confiara continuar Su obra es algo que debería llenarnos de alegría y de confianza en un Dios que ha querido acercarnos a Él incluso en ese aspecto creativo y creador. Hay que recordar, además, que el mismo Hijo de Dios, antes de su vida pública, estuvo trabajando de carpintero. Podría no haberlo hecho, pero lo hizo. Un importante ejemplo a tener en cuenta.

El trabajo, como vemos, no sólo no es una maldición, sino que más bien es una vocación, ya que Dios mismo le pidió al ser humano que continuara la creación. Por tanto, es un camino de santidad en el cual el cristiano tiene, al igual que en el resto de los aspectos de su vida, que dar testimonio de su fe con su vida. Es, igualmente, una buena ofrenda a Dios la labor de cada día realizada de la mejor manera posible. En él, la persona se autorrealiza mientras colabora a la humanización y transformación del mundo y sus estructuras ofreciendo su servicio a los demás. Genera solidaridad y fraternidad, además, claro está, de riqueza. Si, aun así, alguien piensa que el trabajo es una maldición, que le pregunte a las miles de personas que están forzadas a permanecer en el paro sin conseguir encontrar la forma de sacar a sus familias adelante. Insinuar que el trabajo es una maldición es un insulto a todas esas personas. Es escupirles a la cara, despreciando aquello de lo que ellos están tan necesitados.

Pero no podemos, como cristianos, desligar lo trascendente de nuestras actividades cotidianas. Es lo trascendente lo que le da ese valor que hace que sea no sólo un proceso de producción, sino algo más. El cristiano transforma su trabajo en un medio de santificación y oración, como bien lo entendieron los monjes. Podemos recordar especialmente el lema de San Benito: “Ora et labora“. Es más, necesita esa transformación para no caer presa de un sistema que muchas veces sólo ve números, beneficios y gastos. Sin ella, sin ese aspecto trascendental, el trabajo es alienante, convirtiéndonos poco a poco en meras máquinas, recursos productivos intercambiables.

Todo esto no quiere decir que haya que estar trabajando constantemente. Son necesarios los momentos de ocio en los que, por supuesto, también buscaremos el acercamiento a Dios. Es tan necesario e importante trabajar como descansar.

Ahora fijémonos en la época actual. ¿No nos recuerda el panorama un poco a esa Roma en la que el lema podría ser “que trabajen los demás“? ¿No somos nosotros mismos culpables muchas veces de no esforzarnos lo suficiente en el trabajo, de hacerlo con apatía y desinterés, buscando única y exclusivamente que se nos pague a fin de mes? ¿O, en el lado contrario, culpables de matarnos a trabajar para conseguir más y más dinero, dejando de lado ese aspecto transcendental, la vida de familia, la vida social?

¿No deberíamos volver al desierto nosotros también para volver a ser capaces de santificarnos en el trabajo permitiendo a Dios que esté junto a nosotros también durante nuestras ocupaciones?

Capilla Sixtina

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De toda la Capilla Sixtina, probablemente lo que más me guste sea la escena de la creación de Adán. Pero por un detalle que, hasta hace no mucho no veía, pero del que me dí cuenta poco antes de viajar a Roma.

Fijémonos en la obra. Dios en el lado derecho extiende su brazo para tocar el dedo de Adán y darle vida. Por lo general, todos nos fijamos en los dos dedos que casi se tocan. Pero no nos centremos en ese detalle por un momento, sino en la actitud que parecen reflejar los personajes. Quizá sea algo subjetivo, pero yo lo que veo es a Dios esforzándose por llegar a su criatura, estirándose, dando la sensación de que, en cualquier momento, se cae a tierra. Dios es la parte activa. En cambio, a Adán le veo como pasota, con el brazo no demasiado estirado, con la mano como si le pesara. Recostado, sin hacer ningún esfuerzo. Pasivo por completo.

Eso hace reflexionar sobre dos cosas:

Por un lado, la realidad de que, desde el principio, es Dios el que más se esfuerza por encontrarse con nosotros. Él pone toda la carne en el asador, llegando incluso a asumir en su Segunda Persona la naturaleza humana para pagar por nuestros pecados. Nosotros tendemos más bien a quedarnos recostados y medio atontados. Nuestra respuesta suele ser bastante floja. No nos lanzamos a sujetarnos a ese brazo tendido, sino que nos quedamos tumbados esperando a ver si ese brazo nos llega de la manera en la que a nosotros más nos guste. Y así no funcionan las cosas.

Por otro lado, deja bien claro que Dios es la parte activa.

La “Creación de Adán” representa para mí la actitud contrapuesta del hombre y Dios, y por consiguiente, el cambio de actitud necesario. En una palabra, es una llamada a salir al encuentro de Dios, que llama. Y, una vez que le dejas entrar, agarrarte a Él con todas tus fuerzas para siempre.

Si queréis ver una reconstrucción buenísima, con imágenes de alta calidad de la Capilla Sixtina, podéis pulsar aquí.

Dios responde

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“Quien habla con Dios será muy pío, pero quien crea que le responde está loco”. “Pregunta al de arriba, a ver si te responde”. Estas y otras frases por el estilo pueden ser dirigidas, siempre con un cierto retintín, a quienes oramos por quienes lo ven como un absurdo.

Es cierto, fuera de la fe es difícil entender que alguien pueda hablar con Dios. En primer lugar, porque creen que no hay con quién comunicarse. Sin embargo, el problema principal de esta actitud es que, sencillamente, es falsa. Dios se comunica. ¡Vaya si se comunica! Pero realmente la cuestión se puede resumir en tres puntos, en mi opinión:

1) Querer encontrarse con Dios. Lógicamente, si alguien no tiene interés (sea por miedo, por arrogancia, por un supuesto ateísmo o por lo que sea) en encontrar a Dios, pocas posibilidades le da a Él para encontrarse con ese alguien.

2) Querer escuchar a Dios. A veces, al orar, lo único que hacemos es hablar, hablar y hablar. Difícil mantener una conversación con alguien que no calla, ¿verdad? Pues en la oración es lo mismo. Si no paramos de hablar, sólo nos centramos en nosotros mismos.

3) Querer aceptar que Dios no tiene por qué querer lo mismo que nosotros. Pongamos un ejemplo. Un joven que no sabe qué hacer con su vida nota dentro de sí que quizá su camino sea el sacerdocio (o el matrimonio, o lo que sea). Sin embargo, por muy fuerte que sea esa sensación, decide que no puede ser y que está muy bien como está. Puede que quisiera escuchar a Dios, pero no quería una respuesta que le hiciera cambiar de vida.

Dios responde. No me cabe la menor duda, por simple experiencia. Digamos que, en un cierto momento crucial en mi vida, pude identificarme con el salmo 34, 5: “Consulté a Yahvé y me respondió: me libró de todos mis temores”.

¿Cómo responde? Suele ser mediante mociones interiores, pero de eso ya hablaremos otro día.

Políticamente incorrecto

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Como no es políticamente correcto decirlo, pues por eso lo digo“. Esta frase la ha dicho el profesor de Legislación y Patrimonio del aula de Patrimonio de la Cátedra Francisco de Vitoria, de la Facultad de Teología del Norte de España. Huelga decir que me ha encantado. Aunque iba referido a una apreciación sobre el arte, ha sido como una declaración de intenciones para el católico de hoy en día.

Como no es políticamente correcto mostrar a la Iglesia sin dejarse manipular por los medios de comunicación, pues lo hago.

Como no es políticamente correcto seguir a Cristo, pues tendrá que notarse que le sigo.

Como no es políticamente correcto decir que el aborto y la eutanasia son vulgares asesinatos, pues lo digo.

Como no es políticamente correcto defender el matrimonio y la familia frente a absurdos que pretenden ser equiparados a ambas instituciones, pues los defiendo.

Porque si la verdad fuera políticamente correcta, no haría falta que la tuviéramos que decir día sí y día también. Pero como no es políticamente correcta, pues hay que mostrarla constantemente hasta que todos se den cuenta de ella.

Hablemos de sexo y embarazos no deseados

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Según la Concejalía de Juventud de Burgos, “hay que hablar de sexo sin tapujos para evitar embarazos no deseados”.

Yo me pregunto dónde han estado viviendo últimamente. Lo que más se hace desde hace bastantes años a esta parte es, precisamente, hablar de sexo sin tapujos. Y continuamente, en todos los medios. Y, casualmente, lo que ocurre es que aumentan los embarazos no deseados y los abortos.

Eso es lo que ocurre cuando no se trata de educar en el amor y en la responsabilidad, sino en el placer, en la obtención de experiencias supuestamente sin consecuencias. Cuando lo que se busca es borregos que te aplaudan porque les das lo que buscan, no lo que necesitan.

¿A quiénes beneficia realmente este tipo de campañas? En primer lugar, a los políticos que los promueven. En segundo lugar, a las multinacionales de la anticoncepción y a los mataderos abortistas. Porque lo que se ha venido demostrando constantemente es que, cuanto más se insiste en fomentar el sexo sin hablar ni de amor ni de responsabilidad ni de madurez, más se recurre a esos elementos que supuestamente evitan la responsabilidad sobre los propios actos.

Y, mientras los políticos dan pan y circo, la gente se va estupidizando y aborregando mientras se quedan convencidos de los enormes avances que da la sociedad y de lo que se preocupa su partido favorito de que todo vaya bien.

Todo por la pasta. Que nadie piense que lo hacen por altruísmo. Es mentira.