Métodos de aborto

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A continuación paso a describir brevemente los métodos más frecuentes de aborto, con la esperanza de que esta información ayude a conocer mejor la barbaridad que es este crimen. Se puede encontrar más información sobre el aborto en el documento “El aborto. 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos”.

Hay cinco métodos principales, dejando aparte las píldoras abortivas (RU-486):

  1. Por aspiración: Tras dilatar el cuello del útero, se absorbe el embrión hecho trozos con un potente aspirador. Se suele necesitar un legrado posterior para asegurar que el útero queda vacío. Se suele usar hasta la semana 12.
  2. Por legrado: Es el método más común. Mediante una cucharilla con bordes cortantes (legra) se trocea minuciosamente el cuerpo del niño y se va sacando cada pedazo cuidando de no dejar nada dentro. Se usa hasta los 4 meses.
  3. Por “mini cesárea”: Se suele utilizar a partir de la semana 15 o 16. Se realiza una cesárea mediante la cual se extrae el niño y la placenta y se deja morir al hijo.
  4. Por inducción de contracciones: Se administran a la madre sustancias que producen contracciones que acabarán provocando la expulsión de la placenta y del hijo. Puede nacer muerto por asfixia o vivo, en cuyo caso se dejará morir.
  5. Por inyección intraamniótica: Se introduce en el líquido amniótico a través del abdomen de la madre, una solución salina hipertónica o una solución de urea. Estos líquidos son irritantes y provocan contracciones similares a las del parto. También envenenan al feto y le producen graves quemaduras por todo el cuerpo. Otra posibilidad es inyectar prostaglandinas, que no tienen esos efectos sobre el feto, pero tienen menos probabilidad de matar al niño antes de nacer. En el caso de que naciera vivo, se le dejaría morir o se le mataría. Este método se usa a partir de los 4 meses. A veces también hay que usar un legrado para asegurarse de la expulsión total de la placenta.

Personalmente, no puedo imaginar a qué clase de persona se le ocurrirían estas formas de acabar con la vida de un niño. Y todo por dinero.

Me estremezco

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Cada vez que pienso en mi matrimonio me estremezco. No puedo evitarlo. Tampoco quiero evitarlo. El hecho de que Ana y yo nos hemos unido mediante un vínculo sagrado, que nos hemos hecho sacramento, es algo que hace temblar el corazón. No por miedo, sino por la enorme importancia de la vocación que hemos aceptado.

¡Pensar que hubo un tiempo en el que pensé que el matrimonio era lo normal, lo más simple, lo fácil! Doy gracias a Dios, que me abrió los ojos y me ayudó a ver algo de la esencia del matrimonio, en la cual estaba Él junto a nosotros dos. Una pareja de tres. Una unión verdaderamente mística.

Quisiera vivir en este estremecimiento para asegurarme de que nunca, nunca, me asiento en la rutina ni “domestico” el amor. Quisiera acabar con todos mis egoísmos y mis estupideces para hacérselo a Ana más fácil. Quisiera tener siempre presente a Dios, fuente del Amor, para que yo pueda repartir ese Amor a manos llenas, primero con Ana, después con los demás. Quisiera ser el marido que ella merece.

Tiempo al tiempo. En el mundo espiritual, luchar contra el enemigo es vencer. Y la lucha sigue.

Está antes la vocación que la profesión

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Una vez un sacerdote me dijo “está antes la vocación que la profesión“. Creo que ya he hablado de ello alguna vez, pero siempre está bien insistir. Lo primero es la vocación. Cualquier cosa que aparte de la propia vocación es algo a tener, como mínimo, en cuarentena, si no se puede rechazar directamente. Quizás haya que decir que no a ese cargo de mayor responsabilidad. Quizás nuestros hijos no necesitan más dinero, ni más juguetes, ni vacaciones en el Caribe, sino más tiempo con sus padres. Quizás nuestras esposas, nuestros esposos, prefieren estar más tiempo con nosotros que poder comprar más trastos. Quizás nuestra vocación es el matrimonio y no estar doce horas diarias generando beneficios que no van a hacer que el matrimonio vaya mejor.

La profesión es un medio, no un fin. No podemos olvidar eso. Nuestra vocación es el camino que Dios ha querido para nosotros desde la eternidad, y es lo que tiene que tener la máxima prioridad siempre. Siempre. Incluso por encima de la búsqueda de bienes materiales y de una supuesta “realización personal”. Si esta realización personal se contrapone a la propia vocación, llevará a una disociación, a una ruptura interna que puede acabar siendo externa. Hay que tener los ojos bien abiertos para distinguir una auténtica búsqueda de realización del egoísmo que hace que pensemos en nuestros intereses antes que en los de nuestro cónyuge y en la salud del matrimonio.

Una humilde grandeza

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Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 111, número 1, de Enero de 2010.

Una humilde grandeza

Vocación. La llamada de Dios. Es oír estas palabras y, en seguida, se nos viene a la mente la imagen de sacerdotes, monjas, religiosos de toda índole. Pero pocas veces nos viene la imagen de un matrimonio. Nos hemos acostumbrado tanto a esta vocación que se nos ha olvidado su esencia, su grandeza. Una humilde grandeza, como todo lo que es de Dios.

Hemos olvidado que se trata de una vocación de santidad, exactamente igual que las demás. Es el camino que Dios quiere para dos personas que, libremente, hacen caso a esa llamada a dúo y deciden amarse durante toda la vida. No es un camino fácil en absoluto. Puede que sea el camino más habitual, pero no es nada sencillo seguirlo bien. Prueba de ello es la cantidad de separaciones, divorcios, casos de violencia doméstica, etc. que surgen cada vez más. Surgen dificultades constantemente y, si no se tiene una base sólida, las dificultades crecerán y devorarán el matrimonio hasta derribarlo. Esa base sólo es y puede ser una: Cristo. Si en el centro del matrimonio, caminando junto a los esposos, no está Cristo, el matrimonio está llamado al fracaso. En un matrimonio cristiano no están solos los esposos, sino que a la vez está Jesús. Se trata de una pareja de tres, de una comunidad mística de amor y vida que no puede ni debe encerrarse en sí misma, sino que irradia su amor a su entorno convirtiéndose así cada matrimonio, cada familia, en un baluarte de Cristo en medio del mundo, donde ejerce su fuerza evangelizadora.

Hay que recordar también, en referencia a las dificultades del matrimonio, que conlleva, como las demás vocaciones, la participación en la muerte y resurrección de Cristo. La muerte a uno mismo y la resurrección como algo distinto, como algo nuevo. El novio y la novia tienen que olvidarse de sí mismos, de su individualismo, para renacer como matrimonio, como una sola carne. Dos tienen que hacerse uno, tienen que donarse mutuamente en una comunidad de amor. Es más, me atrevería a afirmar que en el matrimonio son tres los que se unen para formar dicha comunidad: el novio, la novia y Cristo. No se trata, entendámoslo bien, de renunciar a la propia realización personal, sino de realizarse personalmente dentro del matrimonio.

Pero no se queda ahí. No es sólo una pareja de tres en la que la presencia de Cristo tiene que estar patente. Además es un signo del amor de Cristo a su Iglesia. “Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella…”(Ef 5, 25-27) La entrega es la esencia del amor. En la forma de amarse los cónyuges se tiene que ver el amor que Dios nos tiene a todos. Es una responsabilidad sobrecogedora y, al mismo tiempo, enormemente hermosa.

Esta realidad nos acerca al misterio de la Trinidad y de las relaciones de amor entre las personas divinas. Distintas personas, pero un solo Dios. Y en el matrimonio, distintas personas, pero una sola carne, un solo matrimonio. “El que ama a su mujer, a sí mismo se ama” (Ef 5,28).

Ya desde el principio, Dios instituyó el matrimonio. En el Génesis, poco después de terminar la Creación, lo primero que hace Dios es fundar el matrimonio como algo querido por Él mismo para la realización del ser humano. Más tarde, el mismo Cristo elevaría el matrimonio a sacramento. No debemos olvidarnos de que los casados somos sacramento. No sólo hemos recibido uno, sino que nos hemos convertido en uno como signo visible de una realidad invisible.

Para quien está llamado al matrimonio, esta vocación es la más santa. Es un error, por desgracia muy extendido, subestimar el valor del matrimonio como vocación. Faltaría a la voluntad de Dios y no sería feliz aquel que, estando llamado al matrimonio, decide ser monje, por poner un ejemplo, porque le parece algo más espiritual o más elevado. Se estaría engañando a sí mismo. El matrimonio no está en absoluto reñido con la espiritualidad. Al contrario, sin una espiritualidad sana corre el peligro de acabar sofocado por los problemas de cada día. Es más, incluso se pueden (y se deben) seguir los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. No son algo exclusivo de los religiosos. La pobreza en el matrimonio implica el no derrochar en cosas innecesarias, no buscar llenar vacíos internos mediante el recurso al consumismo. La castidad es el dominio de sí, el dominio de la propia sexualidad según los principios de la fe y la razón. Y la obediencia es referida a las propias decisiones de pareja y al servicio al otro. Y siempre con Cristo en medio de los esposos, como ya prometió “donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). ¿Qué es el matrimonio más que una unión de dos, marido y mujer, en el nombre de Cristo?

Así pues, esta vocación no tiene nada que envidiar ni en santidad, ni en esfuerzo ni en dedicación a ninguna otra. Cada cual está llamado a una cosa, no tiene sentido que nos dediquemos a pensar si algo es o no superior. Si Dios te llama al matrimonio, eso es lo superior para ti. Es una vocación al amor, una grandeza oculta en lo más sencillo, en lo más normal. No algo para tomarse a la ligera, sino un camino de santidad querido por Dios para aquellos a los que llama a seguirlo.

Confirmaciones

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Hoy a las 12 de la mañana se han celebrado en nuestra parroquia las confirmaciones de 23 jóvenes. Entre ellos estaban esos dos buenos amigos de los que he hablado alguna vez. Y he tenido el honor, el privilegio, de ser el padrino de ella. Un privilegio inmerecido. Una responsabilidad que seguramente me quede grande, pero que trataré de asumir lo mejor que pueda.

El momento de la Confirmación es muy especial. Se trata del momento en el que, por nuestra propia voluntad, decidimos seguir adelante junto a Cristo, ser sus testigos, no avergonzarnos de la Cruz. Quizás no seamos muy conscientes de lo que es en el momento en el que lo hacemos (de adolescentes no somos conscientes de muchas cosas). Pero, precisamente, el ver a estos dos amigos confirmando su fe a su edad creo que ha hecho pensar a más de uno. Porque no se suele ver. Lo normal es confirmarse de adolescentes e ir olvidando el compromiso adquirido en el momento en el que le decimos sí a Cristo. Mantenemos los dones del Espíritu escondidos, apartados, como si no existieran. Ni nos damos cuenta de que están ahí. Ver y acompañar a dos personas que son plenamente conscientes de lo que están haciendo y de que quieren hacerlo es ver al Espíritu Santo actuar. Han llegado a la Confirmación siendo ya testigos de Cristo. Un testimonio de vida, de querer llevar una vida coherente con el tesoro que han encontrado.

Yo mismo, cuando me confirmaron, no tenía muy claro lo que estaba haciendo. Sabía que tenía que ser importante, por todo lo que se movilizaba y porque había tenido que prepararme durante dos años. Pero realmente ha sido hace no muchos años cuando he tomado conciencia de lo que hice en ese momento. El Espíritu tiene paciencia, y en mi caso esperó pacientemente a que terminara de buscar por donde no era hasta llegar a donde tenía que haber mirado desde el principio. Quizás, eso espero, los adolescentes que hoy se han confirmado y que tampoco tenían muy claro lo que hacían, también lleguen a darse cuenta de ello y se conviertan en auténticos testigos de Cristo. Dios lo quiera.

Ahora llega para ellos el principio de una vida plenamente cristiana. Los padrinos tenemos que estar ahí para ayudarles en ese camino, porque no es fácil y menos hoy en día. Hoy se nos exige un testimonio claro y firme, ya que el medio en el que nos movemos ya no es que se haya secularizado, es que ha llegado a ser, en muchos casos, anticatólico. Y ese testimonio no se nos exige como una carga, como una orden impuesta a la fuerza por alguna autoridad. Ese testimonio nos lo exige la decisión de querer seguir a Cristo. De querer llevar nuestra propia cruz sin miedo, sin avergonzarnos de ella. O luchamos por la coherencia de la vida en Cristo, o habremos olvidado lo que prometimos en nuestra Confirmación.

Al Espíritu no se le puede contener, y si vivimos en Él, se notará. Transformará nuestra vida y la de los que tengamos alrededor por la fuerza imparable del Amor.

Chiara “Luce” Badano y Alexia González Barros

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Aunque parezca que el mal está por todas partes, que no merece la pena luchar, que es mejor dejarse llevar, siempre encontramos ejemplos de personas que nos muestran que eso no es así. Personas sin las cuales el mundo sería mucho peor, que irradian una enorme luz incluso tras su muerte. Y no se trata de santos de hace siglos, que muchas veces pensamos que son difíciles de entender en nuestra época. Son santos que ya se sabe (o, al menos, se sospecha) que lo son incluso antes de su beatificación. Una de esas personas es Chiara “Luce” Badano, beatificada el pasado 25 de septiembre. Una niña que murió a los 18 años de un cáncer de huesos que la fue comiendo por dentro. Y, cuanto más la devoraba el enemigo, más se acercaba a Cristo en la Cruz. Cada sufrimiento ofrecido para Jesús. Ni siquiera quiso morfina para mitigar los dolores, para poder “compartir todavía con Él la Cruz”. Y, aún así, no se la quitaba la luz de los ojos ni la sonrisa del rostro. Ella aceptaba la voluntad de Dios y veía la enfermedad como una oportunidad para irse acercando a Él cada vez más pura.

Alexia fue otra niña, en este caso española, que también fue una fuente de luz para los que la conocieron y ahora también para los demás. Está en proceso de beatificación. También un cáncer la atacó. También venció, porque no se dejó vencer por su enfermedad. Se agarró a la Cruz de Cristo, se encontró crucificada, y ofreció su sacrificio al Señor. Luz en la mirada. Sonrisa en el rostro.

Todo lo que diga de cualquiera de las dos no las hará justicia. Lo mejor es leer sobre ellas, conocerlas, y seguir su ejemplo en nuestra vida. El ejemplo de dos niñas que se agarraron a la Cruz y vencieron a la enfermedad y a la muerte.

El animal sufriente

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Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 110, número 10, de Noviembre de 2009.

El animal sufriente

Hay una característica del ser humano que quizá rebasa todas las que se nos suelen ocurrir al pensar en lo peculiar del hombre, probablemente porque no queremos verla. Se trata de que el hombre es un animal sufriente. Toda su vida está marcada, de una u otra manera, por el sufrimiento, por el dolor. El más evidente es el físico, que todos conocemos y sabemos que nos acompaña de por vida. Todos hemos estado enfermos alguna vez y dudo que alguien mínimamente realista mantenga la esperanza de estar perfectamente privado de dolor toda su vida. Pero, como decía, ese es el dolor más claro, el que salta a la vista. Queda por debajo un sufrimiento que puede ser mucho más intenso que el anterior, el mental. No se puede desdeñar en absoluto el dolor psicológico. Angustias, miedos, inseguridades, son cosas que también pasamos todos y que nos atormentan en mayor o menor medida. Y, entre todos ellos, es posible que el más amenazador, el que más nos afecta sea el miedo. La incertidumbre del qué pasará mañana, la precariedad laboral, el miedo a morir, el miedo a vivir… Lo que no podemos controlar nos asusta hasta límites realmente angustiosos, una auténtica tortura mental en la que no paramos de argumentar una y otra vez los mismos razonamientos en busca de una salida que nos permita ver claro lo que hacer, hasta el punto de que puede llegar a desembocar en una enfermedad mental.

El ser humano es extremadamente frágil. O, visto desde otro punto de vista, es increíblemente resistente. Ya que aunque no pare de sufrir siempre está dispuesto a seguir luchando, a avanzar hacia una felicidad que no conoce pero que sabe que tiene que estar ahí. Nadie buscaría encontrar la felicidad plena si ya la tuviera. En la raíz de este dolor y, por tanto, de esta búsqueda de la felicidad se encuentra el desajuste del ser humano, que está en este mundo pero de alguna manera no se conforma con él. Tiende a mejorarlo. Puede hacerlo bien o puede equivocarse, pero lucha por el cambio. Está dividido entre lo que es y lo que debería ser. Y es por ello por lo que cuando alguien pronuncia aquellas palabras tan típicas y tan tópicas de que “las cosas son así” siempre hay quien está dispuesto a responder que son así, pero sólo porque nosotros queremos, y que pueden ser cambiadas. Sólo hay que fijarse en ese radical desajuste de la naturaleza humana para darse cuenta de que la actitud más alejada del espíritu humano es precisamente el pasotismo, el “me da igual”, la aceptación de lo que venga sin querer que las cosas mejoren.

Sin esta característica del ser humano ninguna de nuestras actividades tendría sentido. Desde las actividades cotidianas de nuestro trabajo, en el que nos esforzamos por hacerlo lo mejor que podamos hasta las actividades que más relacionadas han estado con el desajuste del ser humano. Me gustaría referirme a tres en concreto: la política, la filosofía y la religión.

La política se refiere al mundo social. El hombre es un animal político, decía Aristóteles, y el alma de esa inquietud política se encuentra en que hay un estado de cosas, un sistema, que parece mejorable. Ante esta cuestión la forma más humana de actuar no es quedarse mirando, sino agruparse aquellos con unas ideas similares para tratar de conseguir un cambio a positivo, hacia un sistema social mejor. Que esta esencia de la política se haya pervertido no hace que sea menos cierto que nace de la búsqueda de la felicidad, centrada en el campo de las relaciones humanas en un cierto ámbito territorial.

La filosofía se refiere al mundo de lo intangible. Busca dentro del propio ser humano y en el universo las causas por las que las cosas son como son y propone respuestas y formas de vida que acerquen al hombre a la felicidad. Cada corriente filosófica es una explicación del mundo que trata de acercarnos a la verdad y que busca que vivamos más acordes con lo que realmente somos, según tal corriente. Eso nos haría más felices.

En tercer lugar, la religión sublima el desajuste esencial humano y lo lleva a un plano totalmente superior a su existencia mundana. Afirma la existencia de un Absoluto de bondad, de amor, de felicidad y propone al hombre vivir según esos principios toda su vida, en todas sus actividades, para ir acercándose paulatinamente al Absoluto. Al venir de un plano superior al hombre impregna toda su ocupación en el mundo. No puede limitarse a un plano meramente privado, ya que eso la convertiría en algo inútil, sin sentido. O la religión marca todo el ser de la persona o deja de ser religión.

En estos tres aspectos, al igual que en el resto de las actividades humanas, el sufrimiento tiene una enorme importancia. No podían quedarse al margen de algo tan vital. En la política el dolor viene de la mano de situaciones sociales injustas que es necesario cambiar. La filosofía, por su parte, trata de explicar el mundo y, con ello, el problema del dolor. Una labor tremendamente difícil, y más en estos tiempos en los que se trata de huir de él en lugar de luchar contra él. Pero es la religión la que, en su cosmovisión universal, da un verdadero sentido al misterio del sufrimiento humano. Concretamente hablando del cristianismo, el mismo Dios nos muestra que para alcanzar la vida eterna es necesario tomar la cruz. Pero no tomar la cruz por tomarla, no se trata de un sufrir por sufrir. Se trata de seguir un camino nada fácil en el que las complicaciones estarán a la orden del día, en el que habrá penas y también alegrías, pero en el que todo estará dirigido a un profundo cambio en el individuo y en la sociedad que permita encontrar la última felicidad, a la que nos sentimos impulsados a cada momento de nuestra existencia.

El sufrimiento no admite una explicación fácil que nos permita irnos a dormir tranquilamente por haber entendido el motivo de que nos pase lo que sea que nos pase, y mucho menos aún cuando nos fijamos en el dolor de los inocentes y de los indefensos. Pero sí que podemos concluir que, para que la vida tenga algún sentido, tiene que haber algo más. Si en el fondo no supiéramos que esto es así no trataríamos de mejorar el mundo. Porque, desde esta perspectiva ¿no sería más inteligente aprovecharse del sufrimiento de los demás para vivir nosotros más a gusto? Tal idea es una monstruosidad. Nosotros, como cristianos, como personas convencidas de que el mal no es definitivo, debemos luchar contra él, ayudar a quienes lo sufren para que no se encierren en sus penas y puedan ver la luz al final del túnel, la luz que da esperanza y da las fuerzas necesarias para seguir adelante.

La última escapada

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Me acabo de terminar el libro “La última escapada“, del escritor canadiense Michael D. O’Brien, más conocido a partir de su libro “El padre Elías”.

La verdad es que el final del libro me ha dejado una sensación un tanto agridulce. No por el estilo del libro, sino por el final en sí mismo. Por una parte es esperanzador, por otra es desesperanzador. La verdad es que no me esperaba ese desenlace. Por Internet he leído opiniones de gente que decía que a la mitad del libro ya era previsible. No sé, a mí no me lo ha parecido.

Sin embargo, lo mejor es que cada uno lo lea. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

Para quien no conozca el libro, se trata de la historia de un hombre separado, que vive con dos de sus hijos en un pequeño poblado canadiense y dirige un también pequeño periódico crítico con los cambios sociales que se suceden (aceptación del aborto y la eutanasia como algo normal, ideología de género, adoctrinamiento de los niños en las escuelas, etc). En un momento dado, la presión contra él y sus hijos es tan fuerte que deben huír para escapar de la tiranía de una democracia buenrollista que se empeña en acabar con las voces disidentes. Y ahí empieza la aventura, ahí empiezan las reflexiones de este hombre atormentado por las dificultades que conlleva intentar ser un buen padre, más que un simple proveedor y protector, ser el educador de sus hijos. Se encontrará en un camino de maduración que tendrá su culmen al final del libro.

Durante su lectura ha habido momentos realmente intensos. También momentos cercanos, al comparar la sociedad retratada por O’Brien con la nuestra. Ha habido unas pocas veces en las que, quizás, se hacía algo pesado el cúmulo de reflexiones del protagonista. Pero en todo momento, el autor ha sabido llevar la trama de una forma ágil y, sobre todo, hacer que el lector se ponga en la piel de ese padre perseguido por tratar de darle lo mejor a sus hijos: amor, libertad, capacidad de pensar por sí mismos.

En definitiva, creo que es un libro muy positivo, totalmente fuera de lo que nos traen últimamente las editoriales con vampiros adolescentes que no pueden ser más horteras, o zombis descerebrados (seguramente por ver demasiada televisión). Es, precisamente, el tipo de libros que debería abundar.

La asignación tributaria

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Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 110, número 5, de Mayo de 2009.

La asignación tributaria

Una vez más, como todos los años, llega el momento en el que buena parte de los españoles veremos cómo nuestro bolsillo se queda más vacío para engordar las arcas del Estado. En lo que a mí respecta, y por motivos que desconozco aún, sin ser rico ni tener grandes ingresos, ni siquiera una casa propia, me veo obligado a compartir mi humilde sueldo con Hacienda una vez más por segundo año consecutivo. De hecho, más de la mitad de un sueldo se me llevarán. No es demasiado grave, el año pasado fue toda la paga extra y todavía tuve que poner. Sinceramente, no entiendo cómo puede ser que, cuando se está recaudando por cada compra, por cada sueldo cobrado, casi hasta por cada respiración que se hace, todavía se haga una derrama una vez al año.

Pero, dejando aparte lo poco que me gusta que me quiten a la fuerza un dinero que es mío, o al menos eso se suponía, hay algo que me gusta todavía menos. El tener que colaborar en el mantenimiento del Estado puedo comprenderlo, es normal. Pero lo mínimo que se podría pedir a un Estado democrático es decir claramente en qué se va a gastar mi dinero, porque puede que no quiera colaborar en algunos de los fines a los que se pretenda destinar, como financiar partidos políticos, sindicatos, abortos, etc. La verdad es que creo necesaria una mayor transparencia en la recaudación y gasto de nuestros impuestos, para qué negarlo.

Llegados a este punto, debo confesar que en parte me consuela marcar la casilla de la asignación a la Iglesia Católica. Por lo menos esa parte de mi dinero sé a dónde va a ir y en qué tipos de proyectos se va a gastar. No es así, por ejemplo, con la casilla de otros fines sociales. ¿A qué fines sociales se refiere? ¿Qué organizaciones se verán beneficiadas por mi dinero, haciéndome en parte responsable de sus actos si decido marcar esa casilla? ¿No sería lógico pensar que se debería dar una lista de los beneficiarios para poder elegir si quiero favorecer a unos y no a otros? La falta de transparencia de la que algunos acusan a la Iglesia injustamente se muestra cada año en los impresos de la declaración de la renta. Colaboramos económicamente en algo, pero no tenemos una idea clara de en qué, y pienso que deberíamos poder elegir. Es una pena que no dejen también indicar el porcentaje que va a cada sitio, ya que me lo quitan de todas las maneras, podría decir que le dieran a la Iglesia bastante más de lo que actualmente se le da.

Por otra parte, no quiero dejar pasar la ocasión de recordar a todos los católicos que lean este artículo que es un deber para nosotros colaborar con el mantenimiento de la Iglesia. Posturas del tipo “ellos tienen más dinero que yo”, “no tengo con qué ayudarles” o “a saber para qué quieren mi dinero” son totalmente superfluas. Y eso por varios motivos. En primer lugar, no podemos esperar que la Iglesia mantenga del aire todos los hospitales, escuelas, centros de acogida, parroquias, etc. que gestiona. Para mantenerlo hace falta dinero, y ese dinero lo tenemos que poner quienes queremos que siga haciendo ese trabajo. Eso incluye tanto a los católicos como a los no católicos que valoren la labor de la Iglesia. Además, marcar la casilla de la asignación a la Iglesia no va a hacer que nos quiten más dinero, sino que parte del dinero que nos han quitado ya vaya a un destino conocido y con el cual estamos de acuerdo. Y en temas de transparencia, me parece que la Iglesia gana con creces a cualquier partido político, sindicato, etc. que sí se mantienen con nuestro dinero sin habernos pedido permiso para ello.

Es necesario que nos demos cuenta de una vez, que ya va siendo hora, de que la Iglesia nos necesita porque formamos parte de ella. La Iglesia no son sólo el Papa y los obispos. Somos todos los bautizados, y no se va a mantener si no la ayudamos a que se mantenga. Es muy cómodo ir a misa los domingos y pensar que ya se ha cumplido como católico, pero como suele ocurrir tantas veces, la opción cómoda es radicalmente incorrecta. Ser católico es un trabajo de 24 horas al día, todos y cada uno de los días del año. No puede haber descansos. No podemos decir “soy católico para ir a misa, pero eso de dar dinero ya no lo veo bien”. De la misma manera que invertimos dinero para tener una casa y mantener a nuestra familia tenemos que invertir dinero para que nuestra Iglesia pueda seguir manteniendo su labor terrena y espiritual. Es una obligación moral que tenemos todos los que amamos a nuestra madre Iglesia y queremos que siga adelante contra viento y marea sin tambalearse porque su labor es vital en el mundo y sin nuestra ayuda, la de cada uno de nosotros, no podrá realizar esa labor.

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

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¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras? 

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!

Este hermoso soneto de Lope de Vega describe perfectamente lo que nos cuesta abrirnos a Dios, separarnos de nuestros apegos y abrir la puerta al Señor. Sin embargo, me gustaría quedarme especialmente con el primer verso: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?“. Si nos comparamos con Dios, descubriremos que no somos nada. Y, aún así, ese Dios lo dio todo por amor a nosotros. ¿Qué tenemos para que Dios se acerque así al borde de la miseria más absoluta para tendernos la mano y sacarnos de ahí? Es ridículo intentar encontrar una respuesta. No tenemos nada. Tan solo tenemos el amor de Dios, y muchas veces lo rechazamos. Lo único que puede llenarnos, que puede hacer que tengamos algo de verdad, lo rechazamos. Es para pensarlo detenidamente, ¿verdad?

Os invito a que, la próxima vez que estéis en oración, o adorando al Santísimo, le hagáis al Señor esta pregunta con toda sinceridad. Démonos cuenta de que no hay nada que le podamos dar para merecer su Gracia.

Porque el amor siempre es gratuito, y Dios lo da a manos llenas.