Dios responde

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«Quien habla con Dios será muy pío, pero quien crea que le responde está loco». «Pregunta al de arriba, a ver si te responde». Estas y otras frases por el estilo pueden ser dirigidas, siempre con un cierto retintín, a quienes oramos por quienes lo ven como un absurdo.

Es cierto, fuera de la fe es difícil entender que alguien pueda hablar con Dios. En primer lugar, porque creen que no hay con quién comunicarse. Sin embargo, el problema principal de esta actitud es que, sencillamente, es falsa. Dios se comunica. ¡Vaya si se comunica! Pero realmente la cuestión se puede resumir en tres puntos, en mi opinión:

1) Querer encontrarse con Dios. Lógicamente, si alguien no tiene interés (sea por miedo, por arrogancia, por un supuesto ateísmo o por lo que sea) en encontrar a Dios, pocas posibilidades le da a Él para encontrarse con ese alguien.

2) Querer escuchar a Dios. A veces, al orar, lo único que hacemos es hablar, hablar y hablar. Difícil mantener una conversación con alguien que no calla, ¿verdad? Pues en la oración es lo mismo. Si no paramos de hablar, sólo nos centramos en nosotros mismos.

3) Querer aceptar que Dios no tiene por qué querer lo mismo que nosotros. Pongamos un ejemplo. Un joven que no sabe qué hacer con su vida nota dentro de sí que quizá su camino sea el sacerdocio (o el matrimonio, o lo que sea). Sin embargo, por muy fuerte que sea esa sensación, decide que no puede ser y que está muy bien como está. Puede que quisiera escuchar a Dios, pero no quería una respuesta que le hiciera cambiar de vida.

Dios responde. No me cabe la menor duda, por simple experiencia. Digamos que, en un cierto momento crucial en mi vida, pude identificarme con el salmo 34, 5: «Consulté a Yahvé y me respondió: me libró de todos mis temores».

¿Cómo responde? Suele ser mediante mociones interiores, pero de eso ya hablaremos otro día.

Políticamente incorrecto

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«Como no es políticamente correcto decirlo, pues por eso lo digo«. Esta frase la ha dicho el profesor de Legislación y Patrimonio del aula de Patrimonio de la Cátedra Francisco de Vitoria, de la Facultad de Teología del Norte de España. Huelga decir que me ha encantado. Aunque iba referido a una apreciación sobre el arte, ha sido como una declaración de intenciones para el católico de hoy en día.

Como no es políticamente correcto mostrar a la Iglesia sin dejarse manipular por los medios de comunicación, pues lo hago.

Como no es políticamente correcto seguir a Cristo, pues tendrá que notarse que le sigo.

Como no es políticamente correcto decir que el aborto y la eutanasia son vulgares asesinatos, pues lo digo.

Como no es políticamente correcto defender el matrimonio y la familia frente a absurdos que pretenden ser equiparados a ambas instituciones, pues los defiendo.

Porque si la verdad fuera políticamente correcta, no haría falta que la tuviéramos que decir día sí y día también. Pero como no es políticamente correcta, pues hay que mostrarla constantemente hasta que todos se den cuenta de ella.

Hablemos de sexo y embarazos no deseados

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Según la Concejalía de Juventud de Burgos, «hay que hablar de sexo sin tapujos para evitar embarazos no deseados».

Yo me pregunto dónde han estado viviendo últimamente. Lo que más se hace desde hace bastantes años a esta parte es, precisamente, hablar de sexo sin tapujos. Y continuamente, en todos los medios. Y, casualmente, lo que ocurre es que aumentan los embarazos no deseados y los abortos.

Eso es lo que ocurre cuando no se trata de educar en el amor y en la responsabilidad, sino en el placer, en la obtención de experiencias supuestamente sin consecuencias. Cuando lo que se busca es borregos que te aplaudan porque les das lo que buscan, no lo que necesitan.

¿A quiénes beneficia realmente este tipo de campañas? En primer lugar, a los políticos que los promueven. En segundo lugar, a las multinacionales de la anticoncepción y a los mataderos abortistas. Porque lo que se ha venido demostrando constantemente es que, cuanto más se insiste en fomentar el sexo sin hablar ni de amor ni de responsabilidad ni de madurez, más se recurre a esos elementos que supuestamente evitan la responsabilidad sobre los propios actos.

Y, mientras los políticos dan pan y circo, la gente se va estupidizando y aborregando mientras se quedan convencidos de los enormes avances que da la sociedad y de lo que se preocupa su partido favorito de que todo vaya bien.

Todo por la pasta. Que nadie piense que lo hacen por altruísmo. Es mentira.

Ars Diaboli

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Artículo escrito en Enero de 2010 y publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 112, número 2, de Febrero de 2011. También publicado en Católicos con Acción el día 18/09/2016.

Ars Diaboli

Hoy en día no está de moda hablar del Diablo. En absoluto. Se considera, incluso entre muchos cristianos, como un tema lejano, de la noche de los tiempos, como una superstición todavía no terminada de erradicar, como algo que pertenece al pasado más remoto y más oscuro de la Iglesia ¡Qué gran trabajo ha hecho convenciendo a tanta gente de que no existe! Ahora puede campar a sus anchas, porque pocos le reconocen y menos aún tienen algún interés en reconocerle.

No es mi intención tratar de demostrar la existencia de los demonios. Para mí es un hecho, y además es una verdad de fe de la Iglesia. Más bien quiero exponer algunas notas del ars diaboli, del arte del Diablo para engañarnos. Para vencer a un enemigo es importante conocer su estrategia y, aún así, es una batalla de cada día. Y este, no lo dudemos ni por un instante, es un duro enemigo al que vencer continuamente.

La mayoría de las veces, propone el mal como si fuera un bien. En estos casos hay que rascar en la superficie para sacar a la luz la verdad, qué es realmente lo que se propone, quitando todos los adornos que haya podido ponerle. Es importante recordar que puede llegar a ser muy sutil. A no ser que ya estés dispuesto a escucharle no te va a proponer nada evidentemente malo. Es lógico; la mayoría de las personas, por mucho que les dijera que mataran a sus vecinos, no haría ningún caso. Todos hemos sentido alguna vez la atracción del mal, sería una tontería negarlo. El mal le resulta muy atractivo al ser humano.

Sin embargo, lo que es evidentemente malo es muy fácil de descubrir si se quiere. Por ello, para él sería tiempo perdido en quien intenta ser bueno y seguir los mandamientos de Dios. Necesita otra estrategia, que consistirá precisamente en aparecer como ángel de luz. Para ello propondrá cosas aparentemente buenas. Según cada persona, apelará a unas u otras. Mostrará algo que, en sí, puede ser perfectamente bueno. Pero siempre con otra intención.

Es un buen estratega, hay que ser muy precavido. Sus razonamientos son engañosos. Puede que no mienta, muchas veces tampoco le hace falta. Algo que sea verdad lo puede utilizar de manera que sirva para sus intenciones. Pero en su actuar, si estamos atentos, siempre se nota que está aprovechando nuestras debilidades. Te puede proponer incluso las más altas metas espirituales, pero espoleando tu soberbia (o tus ganas de ser más, de resaltar, etc.). Eso sí, de una forma muy sutil cuando ve que por la fuerza no puede conseguir nada. Te dará razonamientos, pero serán vacíos. Tendrán una lógica utópica que mostrará un camino hacia una cierta perfección que no se corresponde con la realidad. No te aportarán paz, porque él no puede dar una paz verdadera; sólo puede intentar imitarla. No te hablará claramente, sino que dará rodeos para convencerte. Con una lógica impecable, pero con unas premisas que, en el fondo, son falsas.

Ahora bien, no resulta nada fácil llegar a encontrar esas premisas ni desenmascarar el vacío de sus razonamientos. De ahí la enorme importancia de un director espiritual que conozca las trampas del enemigo para poder reconocerlas y superarlas. A él no le gusta nada que busquemos ayuda de alguien que realmente pueda indicarnos el camino correcto, y tratará por todos los medios a su alcance de que no lo hagamos. Pereza, vergüenza, indecisión, soberbia, están en su bagaje. Es preciso buscar un buen director espiritual y hacer el firme propósito de seguir sus consejos. Puede que nuestro orgullo se resienta pero, ¿acaso no seguimos los consejos del médico para mantener la salud?

He mencionado un par de veces la soberbia, y no es por casualidad. Recordemos que fue el primer pecado, el pecado del Diablo. Desde entonces, ese es el principal enemigo de los planes de Dios y la fuente de los demás pecados. El querer ser como Dios al margen de Dios es precisamente el origen del olvido de los demás y de Dios, y de ahí se deriva el resto de nuestros vicios. Y también hay que darse cuenta de que el Diablo es un experto en soberbia y sabe lo propensos que somos a ella. Supongo que el hecho de que todo ser imperfecto tienda naturalmente a su perfección hace que, al ser Dios la perfección, nos sea tan fácil el caer en el error de intentar llegar a esa meta de una forma rápida, incluso tratando de asumir el papel reservado al Señor.

En cualquier caso, es importante tener en cuenta que, en quien intenta ser bueno, los consejos del enemigo suelen caer en el alma como un elefante va por una cacharrería. Puede que parezcan buenos al principio, pero sólo generan confusión y caos. Sin embargo, hay veces que ha sido capaz de engañar a personas con una elevada vida espiritual. No podemos ser ilusos, nadie está excluido de ser engañado. Pero es nuestra responsabilidad y nuestro deber procurar que no sea así, y eso sólo puede lograrse acercándose a Dios, teniendo contacto con Él frecuentemente.

Por último quiero recordar la famosa regla de San Ignacio de Loyola: en tiempos de desolación no hacer mudanza. Hay momentos en los que nos sentimos como si Dios se hubiera apartado de nosotros, como si nada tuviera sentido. Son momentos de sequía espiritual en los que el enemigo aprovecha para hacer sus propuestas. Es importante no cambiar las decisiones tomadas en momentos de consolación, de claridad, en una desolación. Es más, hay que luchar contra la desolación insistiendo más en la oración y haciendo lo contrario de lo que nos inspire el mal espíritu. Si, por ejemplo, nos invaden pensamientos de tristeza, esforzarse en estar alegre.

No es una buena opción prestar oídos a quien busca nuestra perdición. Una vez vi la foto de un capitel que expresaba a la perfección la manera de actuar del Diablo. Se trataba de la escena de la matanza de los inocentes. Aparecía Herodes, en actitud de estar reflexionando, y junto a él el maligno susurrando a su oído. Eso es lo que hace, como no puede obligarnos a nada nos propone cosas como si fueran de nuestro propio proceso mental o incluso de Dios, y trata de forzar la situación todo lo que le permite nuestra libertad. La última decisión la tenemos que tomar nosotros.

No debemos caer en el error de pensar que este tipo de cosas sólo debe preocupar a la gente más espiritual. Es un grave error. No existe ninguna persona a quien el Diablo no odie. Quiere que todos compartamos su mismo destino, que todos demos la espalda a Dios y nos lancemos a su abismo de desesperanza. No es un enemigo a infravalorar, pues está como león rugiente buscando a quién devorar, pero tampoco debemos sobrevalorarlo. Porque, ¿qué es el Diablo en comparación con Dios? ¿Qué hay que temer si nos agarramos a Dios con todas nuestras fuerzas? Él no dejará que nos hundamos, a no ser que nosotros queramos hundirnos. Sujetémonos en la Cruz y nada, absolutamente nada, nos podrá apartar del Señor.

Anticonceptivos

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Mientras estudiaba la asignatura que he cogido para Febrero, Teología Moral Cristiana de la Persona, he llegado al punto en el que se hablaba de los métodos anticonceptivos. Tras varias páginas describiendo métodos y más métodos, de todo tipo, incluso abortivos, me he encontrado en medio de una pregunta desoladora: ¿Por qué? ¿Por qué ese empeño que se tiene, sobre todo en la actualidad, de evitar un bien tan grande como la vida?

El egoísmo se ha impuesto como centro de la vida de mucha gente. Personas que piensan que el amor no tiene nada que ver con la vida. Cuando es al contrario, el amor busca la vida.

Es una verdadera lástima tanto egoísmo justificado con las excusas más peregrinas. Una pena.

Métodos de aborto

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A continuación paso a describir brevemente los métodos más frecuentes de aborto, con la esperanza de que esta información ayude a conocer mejor la barbaridad que es este crimen. Se puede encontrar más información sobre el aborto en el documento «El aborto. 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos».

Hay cinco métodos principales, dejando aparte las píldoras abortivas (RU-486):

  1. Por aspiración: Tras dilatar el cuello del útero, se absorbe el embrión hecho trozos con un potente aspirador. Se suele necesitar un legrado posterior para asegurar que el útero queda vacío. Se suele usar hasta la semana 12.
  2. Por legrado: Es el método más común. Mediante una cucharilla con bordes cortantes (legra) se trocea minuciosamente el cuerpo del niño y se va sacando cada pedazo cuidando de no dejar nada dentro. Se usa hasta los 4 meses.
  3. Por «mini cesárea»: Se suele utilizar a partir de la semana 15 o 16. Se realiza una cesárea mediante la cual se extrae el niño y la placenta y se deja morir al hijo.
  4. Por inducción de contracciones: Se administran a la madre sustancias que producen contracciones que acabarán provocando la expulsión de la placenta y del hijo. Puede nacer muerto por asfixia o vivo, en cuyo caso se dejará morir.
  5. Por inyección intraamniótica: Se introduce en el líquido amniótico a través del abdomen de la madre, una solución salina hipertónica o una solución de urea. Estos líquidos son irritantes y provocan contracciones similares a las del parto. También envenenan al feto y le producen graves quemaduras por todo el cuerpo. Otra posibilidad es inyectar prostaglandinas, que no tienen esos efectos sobre el feto, pero tienen menos probabilidad de matar al niño antes de nacer. En el caso de que naciera vivo, se le dejaría morir o se le mataría. Este método se usa a partir de los 4 meses. A veces también hay que usar un legrado para asegurarse de la expulsión total de la placenta.

Personalmente, no puedo imaginar a qué clase de persona se le ocurrirían estas formas de acabar con la vida de un niño. Y todo por dinero.

Me estremezco

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Cada vez que pienso en mi matrimonio me estremezco. No puedo evitarlo. Tampoco quiero evitarlo. El hecho de que Ana y yo nos hemos unido mediante un vínculo sagrado, que nos hemos hecho sacramento, es algo que hace temblar el corazón. No por miedo, sino por la enorme importancia de la vocación que hemos aceptado.

¡Pensar que hubo un tiempo en el que pensé que el matrimonio era lo normal, lo más simple, lo fácil! Doy gracias a Dios, que me abrió los ojos y me ayudó a ver algo de la esencia del matrimonio, en la cual estaba Él junto a nosotros dos. Una pareja de tres. Una unión verdaderamente mística.

Quisiera vivir en este estremecimiento para asegurarme de que nunca, nunca, me asiento en la rutina ni «domestico» el amor. Quisiera acabar con todos mis egoísmos y mis estupideces para hacérselo a Ana más fácil. Quisiera tener siempre presente a Dios, fuente del Amor, para que yo pueda repartir ese Amor a manos llenas, primero con Ana, después con los demás. Quisiera ser el marido que ella merece.

Tiempo al tiempo. En el mundo espiritual, luchar contra el enemigo es vencer. Y la lucha sigue.

Está antes la vocación que la profesión

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Una vez un sacerdote me dijo «está antes la vocación que la profesión«. Creo que ya he hablado de ello alguna vez, pero siempre está bien insistir. Lo primero es la vocación. Cualquier cosa que aparte de la propia vocación es algo a tener, como mínimo, en cuarentena, si no se puede rechazar directamente. Quizás haya que decir que no a ese cargo de mayor responsabilidad. Quizás nuestros hijos no necesitan más dinero, ni más juguetes, ni vacaciones en el Caribe, sino más tiempo con sus padres. Quizás nuestras esposas, nuestros esposos, prefieren estar más tiempo con nosotros que poder comprar más trastos. Quizás nuestra vocación es el matrimonio y no estar doce horas diarias generando beneficios que no van a hacer que el matrimonio vaya mejor.

La profesión es un medio, no un fin. No podemos olvidar eso. Nuestra vocación es el camino que Dios ha querido para nosotros desde la eternidad, y es lo que tiene que tener la máxima prioridad siempre. Siempre. Incluso por encima de la búsqueda de bienes materiales y de una supuesta «realización personal». Si esta realización personal se contrapone a la propia vocación, llevará a una disociación, a una ruptura interna que puede acabar siendo externa. Hay que tener los ojos bien abiertos para distinguir una auténtica búsqueda de realización del egoísmo que hace que pensemos en nuestros intereses antes que en los de nuestro cónyuge y en la salud del matrimonio.

Una humilde grandeza

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Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 111, número 1, de Enero de 2010.

Una humilde grandeza

Vocación. La llamada de Dios. Es oír estas palabras y, en seguida, se nos viene a la mente la imagen de sacerdotes, monjas, religiosos de toda índole. Pero pocas veces nos viene la imagen de un matrimonio. Nos hemos acostumbrado tanto a esta vocación que se nos ha olvidado su esencia, su grandeza. Una humilde grandeza, como todo lo que es de Dios.

Hemos olvidado que se trata de una vocación de santidad, exactamente igual que las demás. Es el camino que Dios quiere para dos personas que, libremente, hacen caso a esa llamada a dúo y deciden amarse durante toda la vida. No es un camino fácil en absoluto. Puede que sea el camino más habitual, pero no es nada sencillo seguirlo bien. Prueba de ello es la cantidad de separaciones, divorcios, casos de violencia doméstica, etc. que surgen cada vez más. Surgen dificultades constantemente y, si no se tiene una base sólida, las dificultades crecerán y devorarán el matrimonio hasta derribarlo. Esa base sólo es y puede ser una: Cristo. Si en el centro del matrimonio, caminando junto a los esposos, no está Cristo, el matrimonio está llamado al fracaso. En un matrimonio cristiano no están solos los esposos, sino que a la vez está Jesús. Se trata de una pareja de tres, de una comunidad mística de amor y vida que no puede ni debe encerrarse en sí misma, sino que irradia su amor a su entorno convirtiéndose así cada matrimonio, cada familia, en un baluarte de Cristo en medio del mundo, donde ejerce su fuerza evangelizadora.

Hay que recordar también, en referencia a las dificultades del matrimonio, que conlleva, como las demás vocaciones, la participación en la muerte y resurrección de Cristo. La muerte a uno mismo y la resurrección como algo distinto, como algo nuevo. El novio y la novia tienen que olvidarse de sí mismos, de su individualismo, para renacer como matrimonio, como una sola carne. Dos tienen que hacerse uno, tienen que donarse mutuamente en una comunidad de amor. Es más, me atrevería a afirmar que en el matrimonio son tres los que se unen para formar dicha comunidad: el novio, la novia y Cristo. No se trata, entendámoslo bien, de renunciar a la propia realización personal, sino de realizarse personalmente dentro del matrimonio.

Pero no se queda ahí. No es sólo una pareja de tres en la que la presencia de Cristo tiene que estar patente. Además es un signo del amor de Cristo a su Iglesia. “Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella…”(Ef 5, 25-27) La entrega es la esencia del amor. En la forma de amarse los cónyuges se tiene que ver el amor que Dios nos tiene a todos. Es una responsabilidad sobrecogedora y, al mismo tiempo, enormemente hermosa.

Esta realidad nos acerca al misterio de la Trinidad y de las relaciones de amor entre las personas divinas. Distintas personas, pero un solo Dios. Y en el matrimonio, distintas personas, pero una sola carne, un solo matrimonio. “El que ama a su mujer, a sí mismo se ama” (Ef 5,28).

Ya desde el principio, Dios instituyó el matrimonio. En el Génesis, poco después de terminar la Creación, lo primero que hace Dios es fundar el matrimonio como algo querido por Él mismo para la realización del ser humano. Más tarde, el mismo Cristo elevaría el matrimonio a sacramento. No debemos olvidarnos de que los casados somos sacramento. No sólo hemos recibido uno, sino que nos hemos convertido en uno como signo visible de una realidad invisible.

Para quien está llamado al matrimonio, esta vocación es la más santa. Es un error, por desgracia muy extendido, subestimar el valor del matrimonio como vocación. Faltaría a la voluntad de Dios y no sería feliz aquel que, estando llamado al matrimonio, decide ser monje, por poner un ejemplo, porque le parece algo más espiritual o más elevado. Se estaría engañando a sí mismo. El matrimonio no está en absoluto reñido con la espiritualidad. Al contrario, sin una espiritualidad sana corre el peligro de acabar sofocado por los problemas de cada día. Es más, incluso se pueden (y se deben) seguir los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. No son algo exclusivo de los religiosos. La pobreza en el matrimonio implica el no derrochar en cosas innecesarias, no buscar llenar vacíos internos mediante el recurso al consumismo. La castidad es el dominio de sí, el dominio de la propia sexualidad según los principios de la fe y la razón. Y la obediencia es referida a las propias decisiones de pareja y al servicio al otro. Y siempre con Cristo en medio de los esposos, como ya prometió “donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). ¿Qué es el matrimonio más que una unión de dos, marido y mujer, en el nombre de Cristo?

Así pues, esta vocación no tiene nada que envidiar ni en santidad, ni en esfuerzo ni en dedicación a ninguna otra. Cada cual está llamado a una cosa, no tiene sentido que nos dediquemos a pensar si algo es o no superior. Si Dios te llama al matrimonio, eso es lo superior para ti. Es una vocación al amor, una grandeza oculta en lo más sencillo, en lo más normal. No algo para tomarse a la ligera, sino un camino de santidad querido por Dios para aquellos a los que llama a seguirlo.

Confirmaciones

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Hoy a las 12 de la mañana se han celebrado en nuestra parroquia las confirmaciones de 23 jóvenes. Entre ellos estaban esos dos buenos amigos de los que he hablado alguna vez. Y he tenido el honor, el privilegio, de ser el padrino de ella. Un privilegio inmerecido. Una responsabilidad que seguramente me quede grande, pero que trataré de asumir lo mejor que pueda.

El momento de la Confirmación es muy especial. Se trata del momento en el que, por nuestra propia voluntad, decidimos seguir adelante junto a Cristo, ser sus testigos, no avergonzarnos de la Cruz. Quizás no seamos muy conscientes de lo que es en el momento en el que lo hacemos (de adolescentes no somos conscientes de muchas cosas). Pero, precisamente, el ver a estos dos amigos confirmando su fe a su edad creo que ha hecho pensar a más de uno. Porque no se suele ver. Lo normal es confirmarse de adolescentes e ir olvidando el compromiso adquirido en el momento en el que le decimos sí a Cristo. Mantenemos los dones del Espíritu escondidos, apartados, como si no existieran. Ni nos damos cuenta de que están ahí. Ver y acompañar a dos personas que son plenamente conscientes de lo que están haciendo y de que quieren hacerlo es ver al Espíritu Santo actuar. Han llegado a la Confirmación siendo ya testigos de Cristo. Un testimonio de vida, de querer llevar una vida coherente con el tesoro que han encontrado.

Yo mismo, cuando me confirmaron, no tenía muy claro lo que estaba haciendo. Sabía que tenía que ser importante, por todo lo que se movilizaba y porque había tenido que prepararme durante dos años. Pero realmente ha sido hace no muchos años cuando he tomado conciencia de lo que hice en ese momento. El Espíritu tiene paciencia, y en mi caso esperó pacientemente a que terminara de buscar por donde no era hasta llegar a donde tenía que haber mirado desde el principio. Quizás, eso espero, los adolescentes que hoy se han confirmado y que tampoco tenían muy claro lo que hacían, también lleguen a darse cuenta de ello y se conviertan en auténticos testigos de Cristo. Dios lo quiera.

Ahora llega para ellos el principio de una vida plenamente cristiana. Los padrinos tenemos que estar ahí para ayudarles en ese camino, porque no es fácil y menos hoy en día. Hoy se nos exige un testimonio claro y firme, ya que el medio en el que nos movemos ya no es que se haya secularizado, es que ha llegado a ser, en muchos casos, anticatólico. Y ese testimonio no se nos exige como una carga, como una orden impuesta a la fuerza por alguna autoridad. Ese testimonio nos lo exige la decisión de querer seguir a Cristo. De querer llevar nuestra propia cruz sin miedo, sin avergonzarnos de ella. O luchamos por la coherencia de la vida en Cristo, o habremos olvidado lo que prometimos en nuestra Confirmación.

Al Espíritu no se le puede contener, y si vivimos en Él, se notará. Transformará nuestra vida y la de los que tengamos alrededor por la fuerza imparable del Amor.