«Y te vas buscando el mar, porque el mar te hace más fuerte.«
Así dice en un cierto momento una canción de Juan Pardo que siempre me ha gustado. En cierto modo, me identifico con esa frase. Aunque soy animal de secano, el mar me atrae poderosamente. Las veces que he tenido oportunidad de estar en un ferry no me ha importado estar sobre la cubierta, aunque el tiempo fuera el del Mar del Norte, aunque la velocidad fuera la de los ferries de pasajeros de Noruega. El mar tiene algo que me llama, que me atrae.
Quizá tenga algo que ver con que el mar es la imagen perfecta de todo lo sagrado. Es enorme, sabemos que lo es aunque nunca lo hayamos visto entero. Sin embargo, sólo vemos la superficie. Y el fondo es un absoluto misterio para nosotros. Lo observamos con una mezcla de atracción, fascinación y miedo. Sabemos que tiene un poder terrible, pero aun así nos quedamos embelesados mirándolo. Lo sentimos cercano, como si tuviéramos que estar siempre junto a él, pero a la vez lo sentimos lejano, fuera de nuestro alcance, fuera de nuestras capacidades humanas.
Otro tanto ocurre con el firmamento. ¡Qué pequeñez he podido llegar a sentir mientras observaba la cúpula del cielo nocturno! ¡Qué inmensidad de negrura y estrellas a distancias y con dimensiones inimaginables! Y sin embargo, mientras miraba el cielo sentía como si me expandiera, como si de alguna manera pudiera llegar a abarcarlo todo.
En verdad, Dios ha dejado sus huellas en la naturaleza. Algunas son sutiles. Y otras, como las que acabo de nombrar, son casi como un desafío, como una forma de Dios de decir: «después de ver esto, ¿todavía me puedes negar?»