La corrección política no deja de ser una forma de censurarse a uno mismo para no ser señalado, manteniendo un perfil muy bajo de pensamiento y de opinión, de manera que nadie pueda decir que se ha ofendido por tu culpa.
Vamos, que implica medir cada palabra, por si las moscas. No puedes hacer ni decir nada que se salga del pensamiento único imperante. Algo que muchos católicos también han comprado. Y es que ser católico necesariamente implica chocar con el mundo, con lo que la presión de este puede llevar el miedo a parecer retrógrado, fascista y tantos otros bonitos epítetos que se nos suelen dedicar a que quienes tengan la fe menos firme busquen una especie de iglesia a su medida, que no suponga problemas con el mundo.
Mayor problema aún es cuando la corrección política anida en el interior de la Iglesia, de tal manera que se van quedando atrás partes de la doctrina que pueden no ser bien aceptadas hoy en día y, por tanto, resultan incómodas. Por ejemplo, temas como el infierno, el purgatorio, el juicio final o la necesidad del arrepentimiento, son muchas veces dejados aparte, como si fueran secundarios. La misma imagen de Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios se convierte en una caricatura en dibujos demasiado infantiles hasta para los niños, que hacen imposible tomarlo en serio.
Es una irresponsabilidad muy grave caer en esta corrección política, porque, aunque algunos teman incomoden, es necesario que se conozcan y se les dé la importancia debida. De hecho, que incomoden hace aún más importante que retomen protagonismo para sacar del letargo a quienes querrían ver un cristianismo blando y fofo, infectado por un buenismo atroz.
No caigas en la corrección política ni dentro ni fuera de la Iglesia. Si hay que decir algo, se dice. Siempre desde la caridad, por supuesto, pero sin silenciar la verdad.
Porque, si la silenciamos, estamos en su contra.
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