Hoy, Ana y yo celebramos nada menos que nuestro cuarto aniversario de boda. Cuatro años ya. Echo la vista atrás y veo tantos momentos, positivos muchos y, por supuesto, negativos otros. No hay que ser tan ingenuo como para pensar que todo es “vivieron felices y comieron perdices” (aparte del hecho de que prefiero un buen chuletón a una perdiz). Las dificultades se entretejen siempre en nuestra vida. Siempre. Nunca podrás apartarte de ellas. Y ¿sabes? Es mejor que sea así. Son precisamente las dificultades las que te miden como persona. Son ellas las que te hacen madurar, las que te enseñan a vivir.
A estas alturas, Ana y yo podemos decir que, en este proyecto de comunión que Dios nos ha dado y que se llama matrimonio y paternidad, vamos pasando por los momentos complicados aprendiendo de ellos, asimilándolos en el todo de nuestra vida con la ayuda del Señor. Subir cuesta arriba ayuda a fortalecer las piernas.
En el matrimonio, ni las alegrías ni las tristezas son patrimonio exclusivo de uno de los dos. Se convierten en nuestras alegrías y en nuestras tristezas. Y, así, las alegrías se multiplican y las tristezas se dividen. Es una aritmética un poco peculiar, pero es así.
La felicidad no es un subidón emocional. Es este entramado de momentos encauzados dentro del sueño que Dios ha tenido para nosotros. Llevamos cuatro años inmersos en ese sueño, y esperamos estar en él muchos, muchos, años más. Como mínimo, tan felices como ahora.