Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 110, número 10, de Noviembre de 2009.
El animal sufriente
Hay una característica del ser humano que quizá rebasa todas las que se nos suelen ocurrir al pensar en lo peculiar del hombre, probablemente porque no queremos verla. Se trata de que el hombre es un animal sufriente. Toda su vida está marcada, de una u otra manera, por el sufrimiento, por el dolor. El más evidente es el físico, que todos conocemos y sabemos que nos acompaña de por vida. Todos hemos estado enfermos alguna vez y dudo que alguien mínimamente realista mantenga la esperanza de estar perfectamente privado de dolor toda su vida. Pero, como decía, ese es el dolor más claro, el que salta a la vista. Queda por debajo un sufrimiento que puede ser mucho más intenso que el anterior, el mental. No se puede desdeñar en absoluto el dolor psicológico. Angustias, miedos, inseguridades, son cosas que también pasamos todos y que nos atormentan en mayor o menor medida. Y, entre todos ellos, es posible que el más amenazador, el que más nos afecta sea el miedo. La incertidumbre del qué pasará mañana, la precariedad laboral, el miedo a morir, el miedo a vivir… Lo que no podemos controlar nos asusta hasta límites realmente angustiosos, una auténtica tortura mental en la que no paramos de argumentar una y otra vez los mismos razonamientos en busca de una salida que nos permita ver claro lo que hacer, hasta el punto de que puede llegar a desembocar en una enfermedad mental.
El ser humano es extremadamente frágil. O, visto desde otro punto de vista, es increíblemente resistente. Ya que aunque no pare de sufrir siempre está dispuesto a seguir luchando, a avanzar hacia una felicidad que no conoce pero que sabe que tiene que estar ahí. Nadie buscaría encontrar la felicidad plena si ya la tuviera. En la raíz de este dolor y, por tanto, de esta búsqueda de la felicidad se encuentra el desajuste del ser humano, que está en este mundo pero de alguna manera no se conforma con él. Tiende a mejorarlo. Puede hacerlo bien o puede equivocarse, pero lucha por el cambio. Está dividido entre lo que es y lo que debería ser. Y es por ello por lo que cuando alguien pronuncia aquellas palabras tan típicas y tan tópicas de que “las cosas son así” siempre hay quien está dispuesto a responder que son así, pero sólo porque nosotros queremos, y que pueden ser cambiadas. Sólo hay que fijarse en ese radical desajuste de la naturaleza humana para darse cuenta de que la actitud más alejada del espíritu humano es precisamente el pasotismo, el “me da igual”, la aceptación de lo que venga sin querer que las cosas mejoren.
Sin esta característica del ser humano ninguna de nuestras actividades tendría sentido. Desde las actividades cotidianas de nuestro trabajo, en el que nos esforzamos por hacerlo lo mejor que podamos hasta las actividades que más relacionadas han estado con el desajuste del ser humano. Me gustaría referirme a tres en concreto: la política, la filosofía y la religión.
La política se refiere al mundo social. El hombre es un animal político, decía Aristóteles, y el alma de esa inquietud política se encuentra en que hay un estado de cosas, un sistema, que parece mejorable. Ante esta cuestión la forma más humana de actuar no es quedarse mirando, sino agruparse aquellos con unas ideas similares para tratar de conseguir un cambio a positivo, hacia un sistema social mejor. Que esta esencia de la política se haya pervertido no hace que sea menos cierto que nace de la búsqueda de la felicidad, centrada en el campo de las relaciones humanas en un cierto ámbito territorial.
La filosofía se refiere al mundo de lo intangible. Busca dentro del propio ser humano y en el universo las causas por las que las cosas son como son y propone respuestas y formas de vida que acerquen al hombre a la felicidad. Cada corriente filosófica es una explicación del mundo que trata de acercarnos a la verdad y que busca que vivamos más acordes con lo que realmente somos, según tal corriente. Eso nos haría más felices.
En tercer lugar, la religión sublima el desajuste esencial humano y lo lleva a un plano totalmente superior a su existencia mundana. Afirma la existencia de un Absoluto de bondad, de amor, de felicidad y propone al hombre vivir según esos principios toda su vida, en todas sus actividades, para ir acercándose paulatinamente al Absoluto. Al venir de un plano superior al hombre impregna toda su ocupación en el mundo. No puede limitarse a un plano meramente privado, ya que eso la convertiría en algo inútil, sin sentido. O la religión marca todo el ser de la persona o deja de ser religión.
En estos tres aspectos, al igual que en el resto de las actividades humanas, el sufrimiento tiene una enorme importancia. No podían quedarse al margen de algo tan vital. En la política el dolor viene de la mano de situaciones sociales injustas que es necesario cambiar. La filosofía, por su parte, trata de explicar el mundo y, con ello, el problema del dolor. Una labor tremendamente difícil, y más en estos tiempos en los que se trata de huir de él en lugar de luchar contra él. Pero es la religión la que, en su cosmovisión universal, da un verdadero sentido al misterio del sufrimiento humano. Concretamente hablando del cristianismo, el mismo Dios nos muestra que para alcanzar la vida eterna es necesario tomar la cruz. Pero no tomar la cruz por tomarla, no se trata de un sufrir por sufrir. Se trata de seguir un camino nada fácil en el que las complicaciones estarán a la orden del día, en el que habrá penas y también alegrías, pero en el que todo estará dirigido a un profundo cambio en el individuo y en la sociedad que permita encontrar la última felicidad, a la que nos sentimos impulsados a cada momento de nuestra existencia.
El sufrimiento no admite una explicación fácil que nos permita irnos a dormir tranquilamente por haber entendido el motivo de que nos pase lo que sea que nos pase, y mucho menos aún cuando nos fijamos en el dolor de los inocentes y de los indefensos. Pero sí que podemos concluir que, para que la vida tenga algún sentido, tiene que haber algo más. Si en el fondo no supiéramos que esto es así no trataríamos de mejorar el mundo. Porque, desde esta perspectiva ¿no sería más inteligente aprovecharse del sufrimiento de los demás para vivir nosotros más a gusto? Tal idea es una monstruosidad. Nosotros, como cristianos, como personas convencidas de que el mal no es definitivo, debemos luchar contra él, ayudar a quienes lo sufren para que no se encierren en sus penas y puedan ver la luz al final del túnel, la luz que da esperanza y da las fuerzas necesarias para seguir adelante.