¿Alguna vez te has preguntado por qué es tan difícil cambiar? Queremos dejar de dejarlo todo para última hora, empezar a hacer ejercicio, mejorar las relaciones, romper malos hábitos… Pero siempre encontramos algún motivo para no hacerlo.
Y lo más irónico es que el cambio comienza de la forma más sencilla: con una simple decisión.
¿Simple? Bueno, quizá no lo sea tanto, visto lo que nos cuesta tomarla, porque es incómoda. Porque implica dejar algo conocido atrás, entrar en una transformación.
Esa decisión es, ni más ni menos, querer cambiar.
Porque seamos honestos: muchas veces nos mentimos. Decimos que queremos hacer algo, pero en el fondo preferimos la comodidad de lo que ya conocemos de sobra.
Nos asusta la incertidumbre de salir de lo «malo conocido» lo preferimos a ese «bueno por conocer» que sabemos que sería una mejor opción, que nos llenaría más, que sería más beneficiosa. Sin embargo, nos ponemos excusas baratas: mañana empiezo, no es el momento, soy demasiado viejo, soy demasiado joven, ¿qué pasa si me equivoco?, yo soy así…
Excusas que nos pueden parecer muy razonables, pero solo porque así lo queremos. En realidad, si nos parásemos a analizarlas de forma objetiva, no tendrían ni pies ni cabeza la mayor parte de las veces. Solo se sostendrían en pie porque somos nosotros los que las estamos sujetando para no tener que enfrentarnos al cambio.
No importa cuántos libros leas, cuántos cursos hagas o cuántos consejos recibas; si no hay un deseo auténtico de crecer, todo será en vano.
Pregúntate:
¿Qué es lo que gano si cambio?
¿Qué es lo que pierdo si no cambio?
¿Va a ser mejor mi vida con ese cambio?
¿Quién seré cuando lo logre?
¿Cuál es el primer paso que tengo que dar para que ocurra? ¿Cuándo lo voy a dar?
Responde a esas preguntas con sinceridad, sin tener en cuenta el miedo que puedas tener a dar el paso. Y, si de verdad quieres cambiar, hazlo. No lo dejes para otro momento.
Adelante.