«La causa de la condenación es ésta: Que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más las tinieblas que la luz. Sus obras eran malas. Todo el que obra el mal odia la luz; y no viene a la luz para que no vean vituperadas sus obras.» (Jn 3, 19-20)
San Juan nos muestra la verdadera causa de la condenación: que los que hacen el mal siguen haciendo el mal incluso cuando saben que lo es. Distinguiendo el mal del bien eligen obrar el mal, y por ello reciben las consecuencias de sus actos. Es más, San Juan también indica que quien obra el mal y persevera en él no se acerca al bien para que no se pongan en evidencia ni sus obras ni él. Para poner un ejemplo, sería similar a cuando uno empieza a mentir sobre algo y, después, sigue mintiendo sobre todo lo relacionado, ya que no quiere que le descubran. Quien obra el mal no quiere reconocer que está haciendo el mal, y por ello se esconde de la luz, ya que en la luz no hay lugar para las tinieblas.
Los hombres aman más las tinieblas que la luz. Parece mentira, pero es así. La causa, nuestra naturaleza caída. Y eso que, en cuanto se aplica un poco de luz, la oscuridad remite y se ve su realidad: que no es nada más que vacío y absurdo.
La tentación no deja de ser una sombra, una promesa vana. Es la técnica de mercadotecnia del diablo, y hay que reconocer que la maneja muy bien. Promete conseguir poder de una forma fácil y rápida. Pero cuando caes, no tienes suficiente. Nunca tienes suficiente porque no eres Dios ni puedes serlo. Ese es el problema central de todo esto: la tentación te ofrece todo un abanico de posibilidades para convertirte en una especie de diosecillo, pero por mucho que quieras serlo, la realidad se impone: no eres Dios ni nunca lo serás.
Ese es un punto obvio, ¿verdad? Pero preferimos no verlo porque el pecado nos aporta algo rápido que puede incluso parecer inocuo o incluso bueno, pero corrompe por dentro. Y ya sabemos lo que hicieron Adán y Eva cuando cometieron el primer pecado: esconderse de Dios. Repetimos la misma historia una y otra vez. Si perseveramos en el pecado, amamos la oscuridad porque nos permite mantener nuestra ficción de dioses vanos. Nos escondemos de la Luz que podría poner orden en nuestras vidas. Una forma de esconderse es ocultar lo que se hace, está claro. Pero otra todavía más terrorífica y retorcida es normalizar el mal. Ahí tenemos el aborto, la eutanasia, la ideología de género. Barbaridades en diverso grado de normalización, ocultando su esencia bien a la vista, disfrazando su ausencia de verdad con sentimentalismos baratos. Y una sociedad que ha renunciado a la razón sólo funciona mediante esos sustitutivos ridículos.
Sin embargo, la Luz es la Verdad: Cristo. Quien camina por donde hay luz es más difícil que tropiece. ¿O no es así? Y, si tropieza, porque el camino está lleno de obstáculos, lo lógico es levantarse y procurar tener cuidado para no volver a caer. Con luz, vemos los obstáculos que nos hacen caer. Pero amar el pecado, normalizarlo, quedarse en él, en la oscuridad, es tropezar, darnos un buen golpe y cogerle cariño al suelo y a la piedra para, a partir de ese momento, ir reptando como tontos. Sin mirar hacia la luz, por si acaso.
Amemos la Luz y llevémosla a todo aquel con el que nos encontremos.