Me parece un terrible reduccionismo ver a Dios, como tanto se hace últimamente, como un almohadón afectivo, una especie de copia de oso amoroso o un simple subidón emotivo. Más bien por mi experiencia creo que podríamos llamarle, sin miedo a equivocarnos, “El Señor de los Desafíos“.
Porque casi cada palabra de Dios plantea un desafío, como podrían ser:
– Ten fe en mí incluso cuando parezca que me he ido de tu lado. Sobre todo en esos momentos.
– Reza por quien te hace daño.
– Responde al mal con bien.
– Deja de retozar en el barro de tus miserias y levántate. Te sostendré, aunque no veas mi mano.
– Olvídate de ti mismo y déjame darte vida.
– Vacíate de ti y llénate de mí.
– Vete y no peques más.
– ¿También vosotros os vais a ir?
– Cree en mi Iglesia incluso aunque algunos de sus representantes sean indignos.
Cada sacramento implica un desafío. El desafío de una vida nueva, el desafío de dejarse guiar por Dios, el desafío de negarse, morir y resucitar en el amor.
Y, para cada uno, desafíos a su medida. Él da la gracia y las fuerzas necesarias para superarlo, pero somos nosotros los que tenemos que querer hacerlo. Querer avanzar hacia él.
El amor exige el desafío. Porque, ¿quién te ama más? ¿El que te consuela, te abraza y ya no te deja volver a caminar por si vuelves a tropezar o el que te levanta y te insta a seguir avanzando? ¿El que te detiene y te congela o el que te anima a mejorar, aunque te caigas cada dos por tres? El almohadón afectivo no te anima a la superación. Te hunde aún más en su comodidad y blandura.
Dios tiene para ti un desafío siempre antiguo y siempre nuevo. Él mismo es un desafío, un reto a amarle sin conocerle del todo, un reto a tener fe en Él mientras todos alrededor te dicen que no existe.
¿Aceptas el desafío?