Como en cada nueva Cuaresma, surgen voces (incluso de supuestos católicos) diciendo lo absurdo que es el ayuno, la penitencia, la mortificación en general. Curiosamente, las dietas o el machacarse en el gimnasio no se cuentan entre las mortificaciones absurdas. Pero bueno, ya se sabe cómo son estas cosas.
Hay por ahí quien piensa que es que la Iglesia tiene una guerra contra el cuerpo. Como si la Iglesia creyera que el cuerpo es algo malo. Y resulta que no es así en absoluto. Eso es propio de los gnósticos, no de los cristianos. Para mí fue muy triste una discusión que mantuve con alguien que se mostraba como católico y que se empeñaba en que el cuerpo no es más que una cárcel, saltándose alegremente el Magisterio y dando como “argumentos” citas de san Agustín mal entendidas y sacadas de contexto. Y no, el hombre es un alma encarnada. El cuerpo no es una máquina dirigida por el alma, sino que somos una unidad. De lo contrario, no creeríamos en la resurrección de la carne, ¿no? Nos quedaríamos contentos con que el alma pululara ella sola, incorpórea. Sin embargo, esa no es la doctrina católica. No somos espíritus puros como los ángeles. Somos, como ya he dicho, una unidad cuerpo-alma.
Y esa es la clave en este asunto: la unidad cuerpo-alma. Al cuerpo también hay que educarlo porque es tozudo. Muy tozudo. Esa educación corporal redundará en crecimiento espiritual. Mediante la mortificación aprendemos a dominarnos a nosotros mismos. Aprendemos a ser pacientes, a pensar en los demás antes que en nosotros. Nos unimos al sacrificio de Cristo con nuestros pequeños sacrificios. Hacemos oración a la vez con el cuerpo y con el alma. Oración con todo nuestro ser. Como inciso: por esto también tiene su importancia nuestra postura a la hora de hacer oración.
Hay muchas formas de mortificación, pero siempre tienen que tener su punto de partida en el amor a Dios. ¿Qué tal una mortificación como no hablar mal de nadie? O hacer el trabajo lo mejor posible. O ser paciente con los hijos. O apartarnos de las redes sociales unos días. O, sí, ayunar un día y no comer carne. Pequeños sacrificios que, ofrecidos por amor a Dios, nos unen más a Él y al prójimo. Que hacen que avancemos en nuestra lucha espiritual, fortaleciéndonos contra las tentaciones.
Y es que cuando un deportista hace grandes sacrificios para conseguir mejorar una milésima de segundo su tiempo en los cien metros lisos no nos parece que sea algo extraño. Lo mismo que ponerse a dieta para intentar acabar con el exceso de colesterol o entrenar día sí y día también para conseguir correr un maratón. ¿Por qué debería parecérnoslo el hacer sacrificios para avanzar en la carrera más importante de nuestra vida?
La carrera de la salvación.