Dentro de la Semana Santa, quizá este día es el que más llame al silencio. Ayer nos encontrábamos en el Cenáculo, junto a Jesús, mientras nos dejaba su Cuerpo y su Sangre para siempre, además del sacerdocio y del mandamiento del amor fraterno.
Le encontrábamos también en la oración de Getsemaní, cuando sus sufrimientos le llevan a sudar sangre mientras sus apóstoles no eran capaces de mantenerse despiertos junto a Él.
Pero hoy… Hoy el Maestro ha sido clavado en una cruz. Hoy ha sido abandonado por sus discípulos. Hoy ha muerto, sabiendo que cumplía su misión, con absoluta confianza en el Padre, pero también experimentando la soledad más extrema.
Hoy, su Santa Madre ha tenido el cuerpo de su Hijo entre sus brazos. Un cuerpo sin vida. Sucio por la sangre coagulada y por los escupitajos de sus enemigos. Un cuerpo maltratado hasta la saciedad. Maltratado por ti. Por mí. Seguro que la Virgen recordaba las veces en las que lo sostenía de pequeño, quizá después de hacerse daño en alguno de sus juegos de chiquillo.
Todo lo que queda de ese niño es un cuerpo torturado e inerte.
Y ese cuerpo es depositado a toda prisa en un sepulcro. Ni siquiera da tiempo para ponerle, como a otros, aceites y perfumes. Y allí se queda, solo.
Solo.
No es un día de alegría. Aunque sea un preludio necesario de la mayor alegría de todos los tiempos. Hoy es un día que se presta a la reflexión. A mirar, como diría san Ignacio de Loyola, lo que Cristo ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho, hacemos y debemos hacer por Él. Y esa reflexión, ese encuentro con Cristo, sólo puede hacerse dentro del silencio.