He cometido muchos errores en mi vida. Muchos. Además, de distinta gravedad, desde nimiedades a temas mucho más serios. Y tengo que reconocer que, echando la vista atrás, me arrepiento de todos ellos. O, al menos, de los que puedo recordar. Y, en especial, de aquellos que hayan afectado a otra persona. Si pudiera volver atrás en el tiempo sabiendo lo que ahora sé, muchas cosas las haría de manera muy diferente, eso está claro.
Sin embargo, he oído más de una vez que alguien decía que no se arrepentía de nada de lo que había hecho en su vida. Eso me asusta. ¿De nada? Una vida da para cometer muchos errores. Y, desde luego, no somos perfectos, con lo que errores, habrá.
Tal como lo veo, si no te arrepientes de ninguno de ellos sólo hay dos opciones: o te crees que todo lo has hecho bien o te importan muy poco las personas que te rodean.
Todo bien sólo lo hace Dios. Pretender que no se ha hecho nada mal en la vida, nada de lo que habría que arrepentirse, es de una arrogancia apabullante. Un egocentrismo que se considera capaz de definir lo bueno y lo malo según su propia medida.
En el caso de que lo que ocurra sea que no te importan los demás, también se trata de egocentrismo y egoísmo: el yo como núcleo del universo, lo único realmente importante. El resto de la gente son sólo satélites que tienen la enorme fortuna de girar a tu alrededor.
En ambos casos, el tema no deja de ser de egoísmo. De enaltecimiento del yo para no tener que reconocer que no somos dioses.
Por tanto, al final, un problema de falta de amor.
En fin, por mucho que lamente esos errores, ya sólo quedan el arrepentimiento y el perdón. Que no es poco, desde luego. El arrepentimiento es, precisamente, ese querer ir atrás en el tiempo para arreglar las cosas. Arrepentirse, reconocer las propias culpas, pedir perdón por ellas. Y aprender de esos errores para no cometerlos de nuevo.