El ser humano es una criatura que podríamos decir que está hecha de historias. Somos animales de historias, están en nuestra naturaleza. Desde los albores de la humanidad, contamos historias. “¿Sabes cómo cacé ese mamut? Ahora te lo cuento…” Las contamos a nuestros hijos, muchas veces en forma de cuentos que le servirán para ir asentando los conceptos del bien y del mal. Y, sobre todo, como decía Chesterton, de que a los dragones se los puede vencer. Hablamos de cómo nos ha ido el día en el trabajo, en la casa… incluso dicen que para hacer publicidad lo mejor es contar una historia.
Y, por supuesto, escribimos historias que otros leen.
Si te fijas, hay algo que es común a todo esto: la relación de las historias que contamos con la verdad. Ni una sola deja de tener referencia a la verdad de una u otra manera. No nos podemos desligar de ella.
Las novelas pueden ser una poderosa herramienta para explorar la verdad. Mediante ellas, los escritores podemos ofrecer una cierta visión de la verdad. Podemos ayudar a que la veas a través de distintos tipos de ojos. Tantos como personajes. Cada uno de ellos puede mostrar una forma de entender la misma verdad.
Más que poder, yo diría que lo hacemos incluso sin querer. En el mismo momento de dar a luz a nuestros personajes, sabemos que tendrán una cierta cosmovisión, un cierto bagaje cultural que le hará pensar, hablar y actuar de una determinada manera. En Apocalipsis, el día del Señor, por ejemplo, hay un personaje muy querido por mí que no tiene problema en matar a un enemigo porque es lo que ha vivido toda su vida. Eso crea una cierta tensión que ayuda a explorar esa faceta del mundo, esa faceta de la verdad: ¿la violencia a veces es necesaria?
Quizá el escritor dé de forma más o menos clara su respuesta. Sin embargo, lo que es seguro es que nos cuestionará de algún modo.
Un libro no es solo un pasatiempo. Es un viaje en el que conocer otros mundos, otras personas… y, quizá, a ti mismo.