Es un hecho que estamos sumergidos en un mundo buenista en el que todo tiene que ser uniforme para no sobresalir. En cuanto algo o alguien contradice el discurso aceptado por las masas, el políticamente correcto, el que no tiene ni un ápice de interés ni de sustancia, empiezan las susceptibilidades, las acusaciones, las miradas torvas.
Todo tiene que estar procesado por el sistema, digerido por él y expulsado de forma que no ofenda a nadie. A nadie relevante, claro está. A los cristianos, en especial a los católicos, se les puede ofender gratis. De hecho, en España la «Justicia» ampara a quienes se dediquen a ofenderlos. Es el sistema el que define lo que es ofender, a quién se puede ofender y a quién no.
¿El sistema? No me termina de gustar esa expresión. Es demasiado abstracta, y las abstracciones suelen servir para ocultar respuestas y responsabilidades. Es como lo de amar a la humanidad pero no al vecino.
El sistema lo definen los políticos, podríamos decir. Sean los que tenemos a sueldo para que nos vacíen los bolsillos de forma directa, sean los que les dan instrucciones de instancias superiores para que vayan metiendo poco a poco leyes que cambien pensamiento y tradiciones.
El sistema lo definen los medios de comunicación que, como buenos perrillos, hacen justo lo que se les exige desde su línea política preferida. Línea, por cierto, que en España, salvo contadas excepciones, es siempre la misma. Aunque cambien las siglas, las políticas concretas son demasiado parecidas como para seguir creyéndose que hay distintas líneas ideológicas en los partidos parlamentarios. Hay una sola línea y derivados más o menos acomplejados. Nada más. El mal menor demuestra, una y otra vez, que es malo. Y aquí da igual.
Pero, amigo mío, el problema es que, concretando, a los políticos los eliges tú. Los elijo yo. Los eligen millones de votantes que han aceptado sin luchar, por vagancia, por comodidad, por costumbre, porque era lo fácil, el discurso de esa línea ideológica que quiere que todo sea uniforme, que no haya voces discordantes, que todos aplaudan a los mismos, que todos hagan callar a quienes no aceptan (no aceptamos) ese discurso.
La Navidad no escapa a este procesado. Es triste, muy triste, ver cómo la gente te felicita unas fiestas genéricas, sin decir el nombre. Por si acaso, no sea que vayamos a recordar el motivo de estas «fiestas». Se nos ha impuesto sin encontrar resistencia un modelo de Navidad (¡oh, no, he dicho Navidad!) desnaturalizada, desarraigada, que se centre en un extraño espíritu navideño que parece que flota por ahí en estas fechas. Otros caen en la bobalicona historia del solsticio de invierno, que ni siquiera coincide en la fecha con la Navidad. Pero no importa, cualquier cosa por eliminar a Cristo de la ecuación.
Quizá sea hora de despertar. De empezar a alzar la voz y rebelarnos. Podemos empezar por recuperar la Navidad. Por poner a Cristo en el centro. Por felicitar la Navidad, no unas fiestas sin nombre que bien podrían ser un invento del consumismo, tal como están planteadas.
Los españoles, en otros tiempos, éramos luchadores. No estaría mal que volviéramos a serlo.
Os deseo una muy feliz y santa Navidad. Y, por qué no, también una rebelde Navidad.