«He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tim 4, 7).
Ojalá en mi lecho de muerte pueda decir, como Pablo en la segunda carta a Timoteo, que he combatido el noble combate. Es preciosa y llena de significado la forma que tiene de relacionar la fe con el combate. Porque no se nos puede olvidar que la fe tiene una enorme relación con la lucha. La vida de fe es lucha. Mantenerse coherente en medio del mundo, agarrarse a Dios ante las tentaciones y las dificultades de todo tipo, saber que te verán como un bicho raro y seguir adelante es lucha. Y es muy dura.
¿Acaso no has tenido nunca esa sensación de estar en guerra? La primera, en tu propio interior, contra el pecado. Siempre asistido por la gracia divina, pero también dependiendo de tu respuesta a esa gracia. Una respuesta que no siempre es tan satisfactoria como debería ser, ¿verdad? Cada vez, una pequeña (o no tan pequeña) batalla. Una carrera, como también dice Pablo, en la que no hay que detenerse. En la que, al caer, no hay que quedarse en el suelo sino levantarse de inmediato y seguir corriendo.
Pero esa batalla interna se refleja en el exterior. Se tiene que reflejar en tu forma de hablar, en tu forma de actuar. Cambiando, de esta manera, el mundo poco a poco.
Si sigo adelante, si me mantengo firme, si sigo compitiendo en esta noble competición, si sigo corriendo incansable, si sigo luchando el buen combate, si no aparto la vista de la meta, que es Cristo, al final de mis días en esta tierra podré fijar mis ojos en el Cielo y decir que llego a la meta. Dios lo quiera.
Luchar es vencer. Quien deja de luchar, se deja llevar por la corriente como los peces muertos. Se rinde y, por tanto, no aspira a ganar. En cambio, quien sigue luchando es porque tiene claro a dónde quiere llegar, qué intenta alcanzar.
En esta carrera, en esta lucha, no se compite contra los demás. No hay nadie a quien adelantar. Es exclusiva, personal e intransferible. Nadie puede correr por ti. Nadie puede luchar por ti. Sólo tú eres el responsable de tus movimientos. Pero tienes una garantía: la gracia que Dios te da es suficiente para lograr seguir adelante aunque tropieces una y otra vez, aunque pierdas algunas batallas.
Y, quien lucha por vivir en Cristo sin rendirse, acaba llegando a la meta.