Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 109, número 8, de Septiembre de 2008.
Huir de la Iglesia
La escena se repite, si no en todas, en una buena parte de las parroquias españolas. En cuanto el sacerdote da la bendición y nos dice que podemos ir en paz, y a veces antes, una marea de gente se dirige rápidamente hacia la salida, aunque todavía estén sonando los cánticos finales de los voluntarios de los coros que, sacando tiempo de donde no lo hay, procuran esforzarse para ofrecer a Dios, con su mejor voluntad, oraciones hechas melodía.
Hace un par de años hice un viaje a las Tierras Altas de Escocia con mi novia. Al día siguiente de llegar a Inverness (capital de las Tierras Altas), domingo, caminábamos por una de las orillas del río Ness contemplando las diferentes iglesias, cada una de una rama distinta del cristianismo, y llegamos a la iglesia católica de Saint Mary justo a tiempo para entrar a misa.
Ha sido una de las misas que más me ha impresionado.
Lo primero que nos llamó la atención fue que, al entrar, nos entregaron libros para poder seguir las oraciones (el primer pensamiento fue que si se hiciera eso en España desaparecerían rápidamente todos los libros). La gente se sentaba en los bancos de forma ordenada, bien distribuida, sin formar corrillos ni nada parecido. En el momento en el que había que arrodillarse todo el mundo se arrodillaba. Nadie, absolutamente nadie, permanecía en pie. Se mantenía un perfecto silencio, sin cuchicheos de ninguna clase.
Muy importante también, a la hora de comulgar se iba saliendo de los bancos en orden (había una persona encargada de ir marcando a la gente de los diversos bancos cuándo debían ir saliendo) y volvían también en el mismo orden. Y nadie, absolutamente nadie, se iba antes de que terminaran los cánticos finales. Se devolvía el libro y se salía en silencio.
Debo reconocer que sentí una gran envidia al ver lo en serio que se tomaban el sacrificio pascual.
Aquí, vuelta a la “realidad”, parece que tenemos ganas de irnos de misa. Como si fuéramos obligados y quisiéramos que la tortura durara lo menos posible. En cuanto un sacerdote se alarga un poco en la homilía ya se empieza a quejar la gente de que se hace largo, ni siquiera le escuchan.
Se supone que la Eucaristía es el momento central del católico. El centro de su vida. Deberíamos ir a misa con una mezcla de amor, devoción y respeto que no debería terminar al acabar la celebración. Así pues, si nos quejamos de ir a misa y de su duración, mal vamos. Más aún cuando lo único que se nos exige es tres cuartos de hora de nuestro tiempo (muchas veces ni siquiera llega). Reconozcámoslo, a lo largo de la semana malgastamos mucho más tiempo en absolutas banalidades. Sin embargo, no protestamos por ese tiempo perdido, pero sí por el tiempo que pasamos en lo que es el motor de nuestra vida.
Evidentemente algo está fallando cuando a muchos católicos les cuesta tanto algo tan importante. Está claro que no se entiende lo que es la misa, y que tampoco se quiere entender, por supuesto sin malicia. Se busca cumplir con el rito dominical y continuar con el resto de las actividades diarias. Y claro, si ese rito se alarga nos quita tiempo de esas importantes actividades, tan importantes como ver la televisión, leer el periódico, etc. Cosas que está claro que están por encima de nuestro alimento espiritual.
Pienso que todos deberíamos recapacitar, unos para dilucidar si realmente tenemos cosas más importantes que hacer que recibir el cuerpo sacramentado de Cristo y otros para averiguar cómo se podría dar a entender a estas personas el sentido y la belleza de la misa. Hasta entonces, pienso que lo mínimo que se puede pedir es respeto, tanto para no cuchichear como por aquellos que elevan las oraciones cantadas al final de la celebración. Su esfuerzo merece que nos quedemos a escucharlos, aunque sus cantos no estén dirigidos a nosotros sino a Dios.