El Evangelio nos dice que no hay que juzgar si no queremos ser juzgados (cf. Mt 7,1). Pero también que hay que ejercer la corrección fraterna (cf. Mt 18, 15-20). ¿Cómo podemos conjugar ambos elementos?
Por un cierto mal entendimiento al respecto, a veces estos dos puntos se confunden y nos instalamos en un buenismo absurdo que, por no querer aparecer como orgulloso o soberbio, piensa que todo está bien, que no podemos decir nada al prójimo porque él vive a su manera y no tenemos derecho a interferir en su forma de vivir.
Pues no. Eso es una caricatura del amor. El amor me hace precisamente decirle a la persona amada que algo de lo que hace no es correcto. Porque quiero que se encuentre con la Verdad y se mantenga en ella.
Siempre hay que guiarse por el amor. Es difícil que juzguemos a los demás con amor. Suele ser, más bien, desde posiciones de superioridad. Sin embargo, desde el más puro amor podemos mostrar a otros su error. Precisamente por amor, queremos que salgan del error. Ahí está la diferencia: soberbia o amor.
En su última conferencia, Pablo Domínguez (el sacerdote del que se habla en el documental «La Última Cima») decía una verdad como un castillo: «Hay que ser tolerante con las personas, no con los errores. Con ellos hay que ser intolerante.» Esa frase es como un mazazo al buenismo. No estamos aquí para tragar con todo y que cada palo aguante su vela. Nuestro compromiso es con el Amor y con la Verdad. Por tanto, nuestro enemigo es lo contrario. Y con los enemigos se lucha, no se hacen negocios.