El Apocalipsis es un libro riquísimo, lleno de significado. No se trata de un libro de catástrofes, sino de un relato sobre la victoria de Cristo y su Iglesia. No importa la persecución. No importan los esfuerzos del Enemigo. Cristo ha vencido. Eso no tiene marcha atrás.
El Apocalipsis también nos da algunas advertencias que, aunque estén en un escenario ubicado en el tiempo del apóstol Juan, son atemporales. Son válidas siempre.
Las cartas a las siete iglesias forman parte de esas advertencias. En ellas, Jesús indica lo que están haciendo bien, pero también en qué tienen que mejorar. Son consejos siempre actuales y que necesitamos tener siempre presentes.
Esta es la primera entrada de una serie en la que intentaré exponer el mensaje actual de esas cartas sin entrar en temas más teológicos que, aunque sean interesantes, harían demasiado largas las entradas. Comienzo con la carta a la iglesia de Éfeso (Ap 2, 1-7):
“Al ángel de la iglesia de Éfeso, escribe: Esto dice el que tiene las siete estrellas en su mano derecha, el que camina entre los siete candeleros de oro.
Conozco tu conducta: tus fatigas y tu paciencia; y que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste su engaño. Tienes paciencia, y has sufrido por mi nombre sin desfallecer.
Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. Si no, iré a ti y cambiaré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes.
Tienes en cambio a tu favor que detestas el proceder de los nicolaítas, que yo también detesto.
El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias: al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios.“
En esta carta, Jesús habla a una iglesia que ha sufrido por Él, que trabaja, que aparta de sí a los perversos y descubre a los que promueven una falsa doctrina. Lo muestra como algo bueno. También elogia que detesta a los herejes nicolaítas, una secta gnóstica, perversora de las costumbres morales y religiosas. Pero advierte de que el amor que tenía al comienzo se ha ido enfriando.
La fuerza de la costumbre, del día a día, puede hacer que caigamos en la rutina. Y la rutina puede desgastar mucho. Lo que era un trabajo de amor se puede ir quedando en un trabajo a secas. Se trabaja por la fe pero sin amor, quizá por un gusto personal, por llevar la razón, por egoísmo espiritual, por lo que sea. Pero no por ayudar a los demás a vivir en la verdad, a encontrar esa verdad que a ti te enamoró. Es un riesgo siempre presente en la vida espiritual que no podemos desdeñar.
En esta línea podemos entender las recientes advertencias del Papa a los sacerdotes, pero que podemos hacer extensivas a todos los cristianos, de no convertirse en funcionarios de la Iglesia. No se trata tan sólo de administrar ni de cumplir con una obligación, sino de poner nuestro mejor yo al servicio de Dios y de los demás.
Así, el Señor nos advierte de que el amor tiene que acompañar todos nuestros actos como cristianos, aunque estemos agobiados por las realidades de la vida. Los actos de la fe son buenos, pero tienen que ir acompañados por el amor.