«Al ángel de la iglesia de Sardes escribe: Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas. Conozco tu conducta; tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto.
Ponte en vela, reanima lo que te queda y está a punto de morir. Pues no he encontrado tus obras llenas a los ojos de mi Dios.
Acuérdate, por tanto, de cómo recibiste y oíste mi palabra: guárdala y arrepiéntete. Porque, si no estás en vela, vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti.
Tienes, no obstante, en Sardes unos pocos que no han manchado sus vestidos. Ellos andarán conmigo vestidos de blanco; porque lo merecen.
El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus ángeles.
El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.» Ap 3, 1-6.
En esta carta nos encontramos con una iglesia muy confiada en sí misma. Cree que va muy bien, tiene mucha vitalidad. Pero el Señor es tajante, con unas palabras tremendamente duras: «estás muerto«.
Muchas obras, pero obras vacías. A esa iglesia ya no la anima la fe que recibió en el pasado. Se anima a sí misma, el ver sus obras. Puede que piensen que las hacen por Dios, pero no es cierto.
¿Cuántas comunidades hay ancladas en el mero «hacer», posiblemente con unos pasados de enorme fervor, pero en la actualidad casi completamente muertas? ¿Cuántos cristianos podríamos decir sin mentir que en nuestras obras nos mueve únicamente la fe que recibimos y oímos?
Pero el Señor no abandona a sus ovejas. Invita a la iglesia de Sardes y, con ella, nos invita a todos y a cada uno, a volver a encontrar esa fe. Esa fe que entra por el oído y que guardamos en el corazón. Esa fe, encuentro personal con Cristo. Esa fe que verdaderamente te mueve a actuar porque tu confianza ya no está en ti mismo, que eres muy poca cosa y fallas enseguida. Está en la piedra angular de toda la Creación. En Cristo, Señor Nuestro.
Acabamos de terminar el Año de la Fe. Sin embargo, no por eso debemos dejarla de lado, como si la domináramos. La fe es siempre nueva y siempre más profunda. No podemos conformarnos con una fe superficial que, seguro, acabará disipándose. Ni podemos dejar que nuestras obras ahoguen la fe en la rutina y los resultados visibles. Es nuestro deber mantenernos firmes en la fe, ahondando en ella, dejándonos maravillar continuamente por su grandeza a la vez que la convertimos en obras.