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Hoy celebramos la solemnidad de Todos los Santos. Esta fiesta tendría que ser un motivo de verdadera alegría y contemplación. Se trata, nada menos, que de la celebración de esa inmensa multitud que nadie puede contar y que está en la presencia de Dios. Cara a cara con Él. Santos canonizados o anónimos, da igual. Para Dios, el mismo valor tienen.
Si todos los santos existentes fueran solo los canonizados, algo habría fallado de manera estrepitosa en el plan de salvación de Dios. Pero no es así en absoluto. Y eso debe alimentar nuestra esperanza, porque todas esas personas no eran distintas en esencia a cualquiera de nosotros.
Todos los santos tienen un pasado. Todos los santos han sido pecadores. Mira, por ejemplo, a san Agustín de Hipona. O a san Ignacio de Loyola. No fueron seres perfectos, creados como estatuas de mármol puro. Eran sujetos como tú o como yo. Cada uno con sus debilidades y sus fortalezas.
Sin embargo, alguna diferencia tiene que haber. Y es obvia. Ellos se dejaron querer por Dios y correspondieron a ese Amor dejando su voluntad aparcada para cumplir la de Dios. No se encerraron en una actitud egoísta de recibir amor y seguir buscando su propia voluntad. No se acobardaron ante las dificultades y los cambios que se avecinaban. Dejaron a Dios ser el protagonista de sus vidas. Dejaron que la Gracia actuara en ellos.
Es una buena oportunidad para rezar con especial énfasis por nuestra conversión. Sí, necesitamos rezar por nosotros mismos, porque somos un auténtico desastre. Y, por supuesto, por los demás. Por la conversión de los que no conocen al Señor, quizá incluso creyendo que sí lo conocen. Por los cristianos perseguidos, para que el Señor les dé fortaleza.
En definitiva para que, un día, podamos encontrarnos junto a esa multitud inmensa que, continuamente, alaba al Señor en una plenitud que ni siquiera podemos imaginar.
Glorifica a Dios con tu vida.