Artículo publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 112, número 4, de Abril de 2011, bajo el título “Dios ha muerto”.
La muerte de Dios
Nietzsche es quizás el máximo representante de la idea de la muerte de Dios. Así, afirmó sin ambages, como una noticia alegre y triste a la vez: “Dios ha muerto“. La doctrina de la “muerte de Dios” nos habla de la ruptura con el estado anterior de cosas en el que se hacía caso a las normas divinas y a la moral. Una ausencia absoluta de cualquier ser que pueda, de alguna manera, ser superior al hombre. Aquí encontramos la clave de esta peculiar “teología”: no hay Dios, el único dios es el hombre, que mediante el egoísmo y la violencia deberá ponerse por encima de los demás para llegar a ser el “superhombre”. No hay que extrañarse, al fin y al cabo es algo con una dolorosa lógica. Cuando, en la vida humana, Dios desaparece de la ecuación, ¿acaso no desaparece de la ecuación también toda referencia al Bien y al Mal? ¿Por qué tendría que ser solidario con otra persona, por qué considerarle mi hermano, si no reconozco que tengamos un Padre común? ¿Qué motivo puede haber para que yo me compadezca de otro? ¿Acaso eso no es más que una debilidad heredada del engaño de ese supuesto dios que ahora, cuando el hombre ya ha evolucionado, se descubre plenamente difunto? ¿No soy yo superior a aquel que necesita de mí de alguna manera? ¿Qué me puede detener en mi empeño en preocuparme únicamente de mí utilizando a los demás como me plazca? ¿Por qué no ocupar el puesto que deja vacante ese dios desaparecido?
Pero bueno, reconozcámoslo. Dios murió. Eso es totalmente cierto, murió en la persona de su Hijo. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre murió. Pero resucitó y nos trajo la esperanza de resucitar algún día también. Los cristianos debemos estar siempre alegres, porque sabemos que nuestro Dios nos ama tan apasionadamente que es capaz de dejarse matar para pagar la deuda que tenemos con Él y quiere que vayamos a Él. Aun así nos da la posibilidad de elegirle o no, pero lo que Él quiere lo demostró en la Cruz. Esa es la mayor prueba de amor que se puede dar. Se trata de un Dios que entrega a su único Hijo para que todos podamos ser hijos suyos. Quien más motivos tendría para ser soberbio, quien realmente es superior a todo, ya que Él lo creó todo, en lugar de tratar de sacar provecho de su criatura o abandonarla a su suerte se abaja a nosotros para elevarnos hasta Él. No fuerza nuestra voluntad, sino que respeta nuestra libertad. Y el amor que Él nos da, nos pide que se lo devolvamos a través del amor a nuestros hermanos, especialmente a los más necesitados.
Nuestro Dios está vivo, y es un Dios de vivos. Y el Dios de la vida, que se entregó a la muerte para traernos la vida, nos dejó un encargo muy importante: que igual que Él se entregó por nosotros, nosotros debemos entregarnos por nuestros hermanos. ¡Qué diferencia entre el endiosamiento de quien quiere matar a Dios y quien se abre al amor divino!
Esta Semana Santa tengámoslo muy presente: Dios se entregó a la muerte por amor a nosotros, y resucitó también por nosotros. Y no de una manera generalista, sino totalmente personalista, recordándonos a cada uno con nombres y apellidos. Que no se nos olvide nunca.