Sin embargo, siguiendo con la entrada anterior, de otros males sí que hay culpables, con nombres y apellidos. Y tampoco es Dios precisamente el nombre a mencionar. Por ejemplo, el problema del hambre. Aquí, el nombre y apellidos que hay que poner es, cada uno, los suyos. Y, como ese mal que es el hambre, el de las guerras, las discriminaciones, los asesinatos, las violaciones, la explotación laboral, el suicidio…
En todos esos males, que no son pocos, los nombres y apellidos son de personas concretas. Y tenemos que ser sinceros y, humildemente, ver en qué medida ayudamos a que esos males desaparezcan o a que se perpetúen. ¿Realmente, por ejemplo, con nuestras decisiones intentamos que no haya hambre en el mundo o no nos importa? ¿Nos importa que la sociedad que hemos hecho vaya impulsando al suicidio a quienes no encuentren una forma de escapar del sinsentido del consumismo? ¿Nos importa que el dar más importancia al dinero que a las personas desemboque en todo tipo de injusticias? Y, si decimos que nos importa, ¿por qué muchas veces no hacemos nada?
Esa gente a la que tanto le gustan los eslóganes y atacar a la Iglesia, ¿pueden decir que estén haciendo más que ella por los desfavorecidos del mundo? ¿O más bien, con sus modos de vida, fomentan que haya más desfavorecidos?
Hoy por hoy, no creo que haya absolutamente nadie, ninguna organización ni persona, que tenga más autoridad moral que la Iglesia para hablar sobre las injusticias de este mundo. Si siguiéramos la Doctrina Social de la Iglesia, no me cabe ninguna duda de que nuestra sociedad mejoraría exponencialmente. Pero, claro, eso no da dinero…