Artículo publicado en el número 54 de la revista Punto de Encuentro, de la Obra Social de Acogida y Desarrollo (OSDAD), cuyo hilo conductor en este número es la comunicación.
¿Mayor comunicación?
Decir que hoy en día hay más medios y posibilidades que nunca para poder comunicarse casi con cualquier persona del mundo no tiene nada de novedoso. No es difícil, por ejemplo, hablar por Twitter con tu escritor favorito o contactar con todo tipo de personas en Facebook. Puedes compartir tus fotos, más o menos afortunadas, por Instagram y es más que probable que estés en al menos un grupo de WhatsApp. Parece como si todos estuviéramos interconectados, como si la comunicación hubiera llegado a un punto álgido.
O, quizá, la ilusión de comunicación.
Es bueno tener este tipo de herramientas. Gracias a ellas, por ejemplo, han podido volver a encontrarse familiares lejanos o amigos que se habían perdido la pista. Sin embargo, hay que tener cuidado con pasar del uso al abuso. Un ejemplo de este abuso lo tenemos con solo echar un vistazo por la calle: tantas personas agarradas a su móvil, casi incapaces de despegarse de él. Pendientes del último mensaje, de la última ocurrencia. Incluso se puede ver a familias paseando más pendientes de su móvil que de quien tienen al lado. ¿Podemos hablar de verdadera comunicación cuando a la hora de comer se está más atento al móvil o a la televisión que a aquellos con los que se está? ¿No es una muestra de que el estar conectado importa más que conectar de verdad con las personas?
Una consecuencia de esta necesidad de estar conectado es la banalización de la comunicación. Grupos de WhatsApp, estados de facebook, tuits llenos de mensajes que no aportan nada, que solo sirven para alimentar la ficción de que contamos, de que estamos ahí, de que somos aceptados y queridos. Por un puñado de «me gustas».
La excesiva popularización de estos medios, por otra parte, puede llevar a una menor calidad comunicativa. Aspectos vitales de la comunicación como las inflexiones de la voz o el lenguaje no verbal quedan apartados por completo, sin posibilidad de verse reflejados con la suficiente exactitud en un lenguaje que necesariamente tiene que ser breve e inmediato. Sí, los famosos emojis o emoticonos de toda la vida intentan paliar este problema, pero no pueden sustituir lo que un encuentro real puede ofrecer.
Comunicarse con alguien nos habla de establecer una relación. De internarnos en ella para donarnos. Un buen ejemplo lo podemos encontrar en la cada vez menos estilada comunicación en familia. Por desgracia, en la actualidad no son pocas las familias que comen a distintas horas, pendientes de la televisión, del móvil, como si solo fueran un grupo de personas que por casualidad han coincidido en un lugar para comer mientras siguen a sus cosas.
Pero la comunicación, como insinuaba un poco más arriba, tiende a sacarnos de ese egoísmo. Es importante retomar y mantener la costumbre de comer en familia, sin ningún aparatito que pueda entorpecer ese breve rato en el que todos se unen para reponer fuerzas. Es un momento idóneo para hablar, para interesarte por el otro, para hacer tuyas sus dificultades y, también, sus victorias.
En un acto de comunicación, parte de mí llega al otro y parte del otro llega a mí. Nos ponemos en común. En la medida en la que esto ocurra utilizando los medios de comunicación que podríamos decir que nos invaden, estarán bien utilizados. En cambio, cuando lo que prevalece es el egoísmo, la banalidad, lo impersonal… En esos casos no creo que podamos decir que estamos ante un genuino acto comunicativo. Llamémoslo traspaso de información, ejercicio de verborrea o como sea, pero no comunicación.
No dejemos que unas herramientas dominen nuestras vidas y nos esclavicen. Utilicémoslas con prudencia y sabiduría. Vivamos momentos de auténtica comunicación, sobre todo con nuestros familiares y amigos. Disfrutemos de estar junto a otra persona en lugar de mirar a la pantalla, hablando o en silencio. Porque el silencio también puede ser comunicativo.
Seamos personas, no apéndices de nuestro móvil.