Cada vez que pienso en mi matrimonio me estremezco. No puedo evitarlo. Tampoco quiero evitarlo. El hecho de que Ana y yo nos hemos unido mediante un vínculo sagrado, que nos hemos hecho sacramento, es algo que hace temblar el corazón. No por miedo, sino por la enorme importancia de la vocación que hemos aceptado.
¡Pensar que hubo un tiempo en el que pensé que el matrimonio era lo normal, lo más simple, lo fácil! Doy gracias a Dios, que me abrió los ojos y me ayudó a ver algo de la esencia del matrimonio, en la cual estaba Él junto a nosotros dos. Una pareja de tres. Una unión verdaderamente mística.
Quisiera vivir en este estremecimiento para asegurarme de que nunca, nunca, me asiento en la rutina ni “domestico” el amor. Quisiera acabar con todos mis egoísmos y mis estupideces para hacérselo a Ana más fácil. Quisiera tener siempre presente a Dios, fuente del Amor, para que yo pueda repartir ese Amor a manos llenas, primero con Ana, después con los demás. Quisiera ser el marido que ella merece.
Tiempo al tiempo. En el mundo espiritual, luchar contra el enemigo es vencer. Y la lucha sigue.