Relacionado con el tema de la entrada «Rompiendo los límites«, os quiero contar otra anécdota. Esta vez de hace bastante más tiempo, cuando estaba terminando EGB.
Era un niño tímido. Muy tímido. Mucho más que ahora. Y llegó un punto en el que no me quedó más remedio que ir a las Colonias. Os podéis imaginar la gracia que me hizo tener que ir a esas convivencias.
Pero bueno, centrémonos. El caso es que hubo que ir. Fue en Tarragona, en Loreto. Teníamos unas libretitas en las que, francamente, sólo recuerdo haber apuntado una frase de todas las veces que el monitor nos habló sobre diversos asuntos. Supongo que el resto sería paja o, en cualquier caso, temas que no me marcaron en absoluto. Pero esa frase sí. No recuerdo quién nos dijo que la había dicho, pero es para enmarcarla: «Mientras quede una mínima posibilidad, yo no me rindo jamás«.
No voy a entrar en lo mal monitor que era el que nos tocó en gracia ni lo mal que lo pasé. Eso no tiene importancia ahora mismo. Lo que sí la tiene es ese recuerdo que me llevé y que tengo cada vez más presente. Rendirse significa abandonar, dejar de luchar. Decir «no puedo lograrlo«. Si se llega a ese punto, puede ser que sea cierto y hayamos calculado mal nuestras posibilidades. Culpa nuestra, desde luego no es para estar orgulloso. O puede que no sea cierto y sea, como en el caso de los límites, tan sólo una excusa para volver a la comodidad de dejarse llevar por la vida. Tampoco es como para estar orgulloso.
Hay que saber elegir nuestras batallas, nuestro camino a seguir. Pero una vez que lo vemos claro, no nos podemos rendir. Siempre hay que seguir adelante, siempre un paso más. Aunque cueste. Aunque no lo veamos claro. Aunque parezca que ya no podemos.