Parece que fue ayer cuando todavía podíamos pasear sin problemas por donde quisiéramos. A mí particularmente me encanta pasear. A un ritmo lento, para reflexionar y darle vueltas a la cabeza sobre algún tema; a un ritmo más rápido para disfrutar del mero hecho de caminar. Me venía muy bien para la ansiedad, resultaba terapéutico.
Sin embargo, llevamos más de un mes encerrados para tratar de evitar el contagio con el nuevo coronavirus. Fíjate, pensábamos que podíamos salir cuando quisiéramos. Y, de un día para otro, ya no es posible salvo para casos muy justificados.
Habíamos dado por sentada esa posibilidad. Y nos habíamos equivocado por completo. Las circunstancias cambian a cada instante, y lo que hoy puede ser un hecho, mañana puede no serlo.
Tenemos tendencia a pensar que el día siguiente las cosas serán como hoy. El problema es que eso no tiene por qué ser así. No podemos saber ni siquiera si mañana seguiremos vivos. Como para saber seguro cualquier otra cosa.
Ojo, que esta no es una perspectiva con la que quiera ponerte triste. Al contrario. Al ser consciente de que no tenemos ni idea de lo que nos deparará el mañana, te abres a la posibilidad de aprovechar de verdad el día. Sí, está bien hacer planes y suponer que mañana o al día siguiente o al mes siguiente podrás llevarlos a cabo. Pero eso no tiene que hacer que descuidemos lo importante y lo dejemos para otro momento. Porque podemos acabar retrasándolo día tras día, hasta que ya sea demasiado tarde. El tiempo no se puede recuperar, cuando pasa, ha pasado para siempre.
¿Qué no hay que dejar para otro momento?
Algunos ejemplos:
- Jugar con tus hijos.
- Abrazarlos.
- Decirles que estás orgulloso de ellos.
- Decirles que los quieres.
- Leerles cuentos.
- Abrazar a tu cónyuge.
- Compartir un rato tranquilo con tu cónyuge, tan solo charlando o mirando un atardecer.
Y tantos, tantos otros ejemplos que seguro que a ti también se te ocurren. Porque todos sabemos, en el fondo, lo que es verdaderamente importante y lo que no lo es tanto. Todos sabemos qué es lo que merecería la pena hacer si supiéramos que al día siguiente no íbamos a estar vivos.
Te doy una pista: ¿a que no es matarse a trabajar para alguien a quien, en realidad, le importas solo como un simple recurso?
No, ¿verdad?
Y, aun así, muchos relegan las cosas importantes de la vida porque asumen que podrán hacerlas en otro momento.
¿Y si no es así?
Hace no mucho, me echaron en cara que no hubiera asistido a una reunión (por Internet, por supuesto) fuera de mi horario. Una reunión que había puesto el cliente porque sí, sin contar con nadie más. Y yo, sintiéndolo mucho, respeto mi horario a rajatabla. ¿Por qué? Porque tengo vida fuera del trabajo. Porque ya le doy ocho horas al día a mi empresa, y el resto del tiempo es mío. Porque no es más importante que mi familia. Pues con muy buenas palabras, mi superior me dijo que sí, que lo respetaba, pero que en esos casos, se solía aceptar la reunión.
Si vuelve a ocurrir, haré lo mismo.
Mi familia no es un elemento secundario a ajustar según lo que se le ocurra al jefe de turno. Ni mi familia ni mi vida.
Hay que poner prioridades en la vida, sin dar nada por sentado. Cada momento es único e irrepetible. Depende de cada uno de nosotros descubrir el valor que tiene según nuestra escala de valores y armonizarlos para que no llegue el momento en el que tengamos que decir: “si me hubiera imaginado que ocurriría esto, habría dado más importancia a estar con mis hijos, a hablar con mi familia, a reflexionar sobre lo que está bien y lo que no en mi vida”.