En mis ratos de adoración tengo la costumbre de llevar, además de la Biblia y un cuaderno para tomar notas, el librito de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola para ir haciendo, poco a poco, los ejercicios en él propuestos.
El caso es que, las tres semanas pasadas he estado con la contemplación de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-44). Y me ha sorprendido que, al hacerlo, en lo que más me fijaba no era en ese “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11, 25) que, habitualmente, me estremece. Era otra frase de Jesús que, quizás, hemos dejado algo más olvidada: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo” (Jn 11, 11).
Tenemos que recordar que el significado de cementerio es, ni más ni menos, dormitorio. Esa es la fe cristiana. Quien cree en Jesús, aunque muera vivirá (cf. Jn 11, 25). Por tanto, sabemos que la muerte no es algo definitivo porque nuestro Dios es el Dios de la vida. Él es la Vida. Con Él, la muerte no es más que un sueño. Un sueño del que Él nos despertará. Sólo Él puede despertarnos del sueño de la muerte para llevarnos a la Vida.
Pero no sólo eso. También Él es el único que nos puede despertar del sueño del pecado a la gracia. Y del sueño de la vida para llevarnos a la Vida. Porque la vida sin Cristo no es vida, es una sombra. Un vacío. Con Él, es plenitud. Es despertar a una vida nueva, en la que todo está bañado de una luz nueva. Es vivir en Él, hasta el punto de poder proclamar, con san Rafael Arnáiz, “sólo Dios“.