El reciente fallecimiento de mi padre me ha hecho pensar mucho más en la muerte.
Vivimos en una sociedad que, a la vez, se comporta como si fuera inmortal y tiene un pánico atroz a la muerte. Tanto es así que procura esconderla. Cierra los ojos, confía en que los médicos te salvarán en el hospital. Esconde a los ancianos en residencias. Y, cuando alguien muere, no sabe reaccionar.
Lo he vivido en el tanatorio una vez más. La gente tiene tendencia a ir y acabar charlando de cualquier banalidad. Seguramente porque le resulta incómodo estar en un sitio en el que la prueba de que va a acabar en un ataúd está a un paso. Pone la mente en modo distracción para evitar pensar en que llegará el día en el que serán otras personas las que hablen de tonterías junto a su cadáver y, quiero suponer, para intentar distraer a los que sufren por el fallecimiento de su ser querido para que no piensen en el hecho de la muerte.
¿El resto del tiempo? Como si la muerte no existiera. Como si el tiempo que perdemos en estupideces lo pudiéramos recuperar.
Hay mucho miedo a morir, y se pretende exorcizar ese miedo e, incluso, a la muerte, no hablando de ella, no pensando en ella, o haciendo como que se enfrentan a ella en deportes más o menos arriesgados. Vive la vida y no te preguntes más, parece ser el lema de nuestro tiempo.
El hecho de hablar de la muerte ya hace que la gente te diga que no hay que ser negativo, que no hay que pensar en esas cosas, que hay que vivir el presente. El tema es que meditar el momento de la propia muerte no tiene nada de negativo ni tiene nada contra vivir el presente. Más bien, es todo lo contrario. Permite llegar a vivir el momento, pero de verdad, exprimiéndolo de la mejor manera. Porque en el momento en el que nos paremos a pensar cómo dejaremos el mundo al morir, recapacitaremos sobre nuestra vida. Sobre nuestro legado. Sobre lo que vamos a dejar cuando nos vayamos.
¿He mejorado algo las vidas de quienes me rodean? Cuando muera, ¿alguien me recordará como aquél que le ayudó cuando le hacía falta, o como alguien egoísta que nunca pensó en los demás? ¿Me llorarán o se alegrarán de que desaparezca? ¿O, quizá incluso peor, les dará igual? ¿Dejaré las cosas mejor, igual o peor?
Este ejercicio no solo es interesante para los creyentes. Cualquiera puede sacar provecho de ello. A todos nos puede ayudar a descubrir si la vida, esa vida cuyo tiempo pasado ya no va a volver, la estamos aprovechando para algo realmente útil o tan solo como un pasar el tiempo sin que sirva casi para nada. Y creo que a nadie le gustaría llegar al lecho de muerte dándose cuenta en ese momento de que nunca hizo nada bueno de verdad en la vida.
San Ignacio de Loyola nos propone, como uno de sus métodos de discernimiento, imaginarnos en el lecho de muerte y pensar, en esa situación, qué habríamos elegido para nuestra vida.
Te propongo que tú también te lo plantees. Sé consciente de que mañana quizá ya no estés vivo. Quizá estés en una caja, con gente alrededor demasiado ocupada charlando como para acordarse de que una vez te conocieron.
¿Qué será de tu alma?
¿Has vivido bien tu vida?
¿Qué recuerdo dejarás?