El primer consejo evangélico es la pobreza. Es indicativo de que la única riqueza es tener a Dios. Se trata de tener una relación recta con las cosas materiales. Esto implica, para el monje, no tener nada propio. Para el casado, como para todos los bautizados, no «casarse» con el dinero, con el coche, con la consola, con los viajes… No apegarse a las cosas materiales. Estas deben servir al matrimonio, no al contrario. Cuando se antepone el tener más dinero, el poder irse de viaje, etc. a la vida matrimonial, se está atentando contra el matrimonio.
No se trata de no poseer nada. Es obvio que necesitamos una casa, puede que se necesite un coche, etc. La cuestión es dónde se pone el corazón. Si se pone en las posesiones, somos esclavos del dinero y haremos que todo gire en torno a él. Si lo ponemos en Dios, seremos libres para poder amarle y, en Él, amar a nuestro cónyuge y al resto de nuestros hermanos.
En el matrimonio, además, la pobreza implica que lo tuyo ya no es sólo tuyo, sino también de la persona con la que eres uno. Las cosas no son mías, sino nuestras.
La pobreza evangélica no es otra cosa que libertad interior. Ante el egocentrismo se antepone la comunión.