Por Cristo, con Él y en Él

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Adoración a Cristo EucaristíaEsta oración tan hermosa y significativa la dice el sacerdote (solo él, los fieles no deben repetirla) al finalizar la plegaria eucarística. Es como un broche de oro de lo que acaba de ocurrir en la Misa: la transustanciación. El pan y el vino ahora son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y el sacerdote los eleva con solemnidad. Y, entonces, dice (o canta, que sería preferible):

Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.

Y el pueblo de Dios responde con el gran amén, el más solemne de toda la Misa, con el que se unen a esa doxología, a esa alabanza que el sacerdote ha presentado a Dios.

Es una pena que muchas veces no nos demos cuenta de lo maravillosa que es la liturgia, tan llena de significado. Profundicemos un poco en esta oración que resume tan bien la vida cristiana y a la que tan poca atención se presta.

El sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre del Señor. Está ofreciendo al Padre el Sacrificio definitivo, a su propio Hijo, muerto y resucitado por nosotros. La Víctima perfecta. Un sacrificio sin mancha que no va a rechazar.

Por Cristo: Cristo es nuestro mediador. Solo Él nos lleva al Padre. Es Camino, Verdad y Vida. Jesús es el Sacerdote eterno que intercede por nosotros ante el Padre, por lo que alabamos al Padre por medio de Cristo. Y nuestra alabanza también es para Cristo. Todo lo que hace el cristiano debería ser para mayor gloria de Dios, parafraseando a mi querido san Ignacio de Loyola.

Con Él: nos unimos a Cristo para esa alabanza y esa glorificación al Padre. Toda la vida del cristiano tiene que estar unida a Cristo. Siempre tenemos que estar con Él, alabando a Dios, haciendo de nuestra vida un instrumento del cielo. Si Jesús alaba al Padre, nosotros no tenemos excusa para no hacerlo, glorificándole con nuestra vida.

En Él: san Pablo dijo que «no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). El cristiano no se conforma con quedarse junto a Cristo, sino que se sumerge en su vida, en su ser. Tiene que llegar a convertirse en otro Cristo, a identificarse con Él, de la misma manera que Él se identificó con nosotros asumiendo nuestra naturaleza para salvarnos. Estamos unidos a Él por el Bautismo, sepultados en sus aguas y renacidos como hijos en el Hijo. Nuestra vida debe ser una vida en Cristo.

A ti, Dios Padre omnipotente: caminamos hacia el Padre misericordioso, creador de todo, lo visible y lo invisible. Él es nuestro horizonte. Hacia Él nos lleva nuestro Señor Jesucristo. Hacia Dios, que es Amor. Por tanto, nuestra alabanza va dirigida a Él. No nos dejamos engañar por los ídolos que el mundo y nuestra propia soberbia nos ofrecen. La gloria es solo para Dios.

En la unidad del Espíritu Santo: Dios es trinitario. Y el Espíritu Santo es ese Amor del Padre y el Hijo, que es otra Persona de la Trinidad. El Espíritu es el que nos mueve por el camino cristiano. Sin el mismo Espíritu de Cristo, no podríamos resucitar para la vida. La Trinidad, comunión de amor y vida, nos llama a formar parte de esa comunión. Y solo podemos responder desde ella misma, desde el Espíritu Santo.

Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos: Dios es el único merecedor de honor y gloria. «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 115, 1). Solo somos vasijas de barro amadas por Dios hasta el infinito. Todo lo bueno viene por Él, y así lo debemos reconocer. Es el Dios que con tan solo quererlo, sin ningún esfuerzo, dio origen a todo el universo, lo diseñó de manera que se desarrollara, lo mantiene en su mano. El mismo Dios que nos creó sabiendo que le traicionaríamos, pero que nos ama tanto que entregó a su Hijo. Él es el único merecedor de todo el honor y la gloria, a la que tenemos que contribuir con nuestros actos.

El pueblo se une a esta proclamación con su amén. El gran amén, con el que afirma, aclama y cree en lo que se acaba de decir, en lo que acaba de suceder en el altar.

Deberíamos pronunciar esta palabra con la solemnidad que merece el momento. Por desgracia, se ha usado y abusado tanto de la palabra «amén» que algunos la utilizan como una simple muletilla. Y nada más lejos de la realidad. En el Apocalipsis Jesucristo se revela como el «Amén» en la carta a la Iglesia de Laodicea: «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios» (Ap 3, 14). Él es la Palabra por quien todo se ha hecho (cf. Jn 1, 3). «Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él. Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya a través de nosotros» (2 Cor 1, 20). Jesús es el sí del Padre. Es la realización de sus promesas, su cumplimiento. Es el Amén.

Tenemos que revalorizar esta expresión y dejar de utilizarla como una muletilla o como algo que está al final de la oración, sin saber muy bien qué pinta ahí. Cuando digamos «amén», que sea con sentido, teniendo bien presente lo que estamos diciendo: creo, confío en Dios, confío en su Palabra.

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Jorge Sáez Criado escritor ciencia ficción y fantasía
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Jorge Sáez Criado tiene una doble vida: unos días escribe sobre espiritualidad y otros hace sufrir a personajes imaginarios que se enfrentan a épicas batallas entre el bien y el mal. Informático durante el día y escritor durante la noche, este padre de familia numerosa escribe historias con una marcada visión positiva de la vida sin dejar de lado una de las principales funciones de la ficción: explorar la verdad.

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