Una pregunta incómoda.
Este artículo ha sido publicado en el número 62 de la revista Punto de Encuentro, de la Obra Social de Acogida y Desarrollo. El hilo conductor de este número ha sido precisamente el tema de los derechos humanos.
¿Por qué los derechos humanos?
Hay una pregunta que, sobre todo en estos tiempos de invasión tecnológica e inmediatez, poco propicios a plantearse cuestiones que no parezcan prácticas o lúdicas, ha ido arrinconándose incluso (para mayor vergüenza) en los planes educativos, a pesar de ser el origen de todo saber. Esa pregunta es, ni más ni menos: ¿por qué?
Preguntarse por el por qué de las cosas es algo muy humano. Quizá sea lo que más muestre al ser humano como ser racional. Querer entender el mundo, lo que ocurre, los motivos de los acontecimientos naturales y de los actos de sus semejantes. Pero hasta el nivel más profundo, más trascendente.
El caso de los derechos humanos no escapa, o no debería, a esta pregunta. Porque, si la hacemos, nos podemos encontrar conclusiones quizá no demasiado reconfortantes.
O quizá sí.
¿Por qué los derechos humanos? ¿Por qué cada uno de ellos?
No se trata de una reflexión baladí, en absoluto. Menos aún cuando este catálogo de derechos no se plantea con ninguna justificación mayor que ser inherentes a nosotros por el mero hecho de ser.
Muy bien. Pero ¿por qué tenemos esos derechos de forma inherente?
El artículo número uno de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Y ya aquí nos encontramos con un serio problema. Porque ¿qué es eso de la conciencia? Un materialista estricto podría decir que no se trata más que del condicionamiento que se le da al individuo según la educación en lo que su entorno considera el bien y el mal. Pero, claro, si no tenemos una referencia clara de lo que es el bien y el mal ni de la misma existencia de la conciencia de la que se habla, ¿cómo podemos afirmar que ese derecho surge de tal condición?
Añadamos a la reflexión ese imperativo: «deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». ¿Por qué? ¿Qué me tendría que llevar a comportarme fraternalmente con un vecino que pone la televisión demasiado alta, con el que me cae mal, con alguien que me roba…? ¿Por qué no encararme con él y, si soy más fuerte, darle una paliza? ¿Por qué tendría que respetar su derecho a la vida, tal como lo indica el artículo tercero?
Quizá se podría tratar de explicar, siempre desde un punto de vista materialista, considerando al ser humano como un simple animal, indicando que es una buena estrategia para la conservación tanto propia como de la especie. Sin embargo, este argumento se cae por su propio peso. A lo largo de la historia de la humanidad ha habido (de hecho, sigue habiéndolas) multitud de sociedades en las que se hacía lo que decía el más fuerte, no se respetaba el derecho a la vida ni se consideraba que todos tuvieran la misma dignidad y no por eso se ha extinguido el ser humano. La ley de la jungla funciona.
En un mundo materialista, es difícil encontrar el sentido de estos derechos. Ese es un grave problema que tienen de partida. Sin una cosmovisión que nos ponga por encima del mundo natural, de los demás animales y criaturas, carecen de fundamento.
Sin una cosmovisión que nos convierta en hermanos unos de otros, no sirven.
Solo pueden encontrar su sentido si hay algo que me impulsa a afirmar que el otro, tanto el débil como el fuerte, es más que un simple individuo de la misma especie animal. Que es alguien de quien tengo que cuidar. Alguien a quien debo amar, porque yo también soy amado.
Sin la cosmovisión cristiana, los derechos humanos se quedan, siendo suaves, muy cojos. El hecho es que, sin la referencia a un Dios que dé al ser humano la dignidad de la que hablan estos artículos, no es esta fácil de justificar.
Por otra parte, el cristianismo aclara los derechos humanos y les aporta la luz necesaria para que no se conviertan en un simple juego de retórica abierto a interpretaciones según cómo cada uno entienda conceptos como persona o individuo. Este es el caso del tan cacareado derecho a la vida, del que tantos «defensores de los derechos humanos» prescinden cuando se trata del derecho a la vida del niño en gestación.
No deja de tratarse de una apropiación de algo surgido del cristianismo, pero intentando desligarlo de él, ocultando su fundamento. Nosotros, como cristianos, en realidad no necesitamos guiarnos por ellos. Con el mandamiento del amor a Dios y al prójimo ya están cubiertos de sobra, con una firmeza muy superior al estar asentados con plena seguridad en los mejores cimientos posibles: el propio Creador.