Pregón de Adviento 2011 para el Centro de Iniciativas de Pastoral de Espiritualidad (CIPE)
“Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.” (Is 7, 14). Este versículo del profeta Isaías nos sumerge de lleno en el misterio de la esperanza que evoca el tiempo litúrgico que estamos a punto de comenzar.
El Antiguo Testamento está impregnado completamente de la esperanza en Dios. Se trata de una hermosa historia de amor en la que el Señor, por mucho que su pueblo le traicione continuamente, sigue dándole oportunidades para el reencuentro. Esto lo comprobamos, en primer lugar, en el Génesis, en el que, tras la caída del ser humano, vemos cómo Dios le promete al Diablo que el linaje de la mujer le aplastará la cabeza (Gn 3, 15), en lo que es el primer anuncio del Mesías.
Isaías le da un nombre a este personaje: Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”. A lo largo de todo el Antiguo Testamento encontramos la esperanza de Israel en la llegada de ese ungido por Dios que salvará a su pueblo.
El profeta Isaías también dice: “Una voz clama: «En el desierto abrid camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahvé, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahvé ha hablado.»” (Is 40, 3-5). Como bien sabemos, el testigo de esa preparación de los caminos del Señor lo recogió un nuevo profeta, Juan Bautista, el precursor del Señor. El desierto, en lenguaje bíblico, es un lugar de encuentro con Dios, pero también un lugar de prueba y desolación. Juan clamará desde él por la conversión de los corazones, precisamente porque la llegada del Señor estaba próxima. Así, Juan nos aclara cómo abrir el camino al Señor para poder recibirle adecuadamente. Él tuvo el privilegio de encontrarse con Él incluso desde el seno materno, cuando María visitó a su prima Isabel.
Pero la palabra de Dios no es letra muerta. Se actualiza a cada momento. Lo que era cierto entonces sigue siendo cierto ahora. ¡Dios nos pide que le preparemos el camino para su llegada! Como en los tiempos bíblicos, tenemos que abrir camino al Señor en el desierto, seguros de que viene. Pero, ¿dónde está nuestro desierto?
No tenemos que hacer ningún viaje para encontrarlo. Está en nosotros mismos y en nuestro mundo. En primer lugar en nosotros mismos, ya que, reconozcámoslo, no somos precisamente buenos cristianos en muchas ocasiones. Nos cuesta hacer viva la Palabra de Dios, porque no es tan fácil como dejarla apartada, escondida, en algún rincón de nuestra memoria. ¿Cuántas veces nos conformamos con un mero cumplir con Dios, en lugar de vivir en Él?
En segundo lugar, en nuestro mundo. ¿Acaso no parece un lugar de prueba y desolación? Sin embargo, es también un lugar en el que encontrar a Dios. Porque este mundo tecnificado y acelerado reniega de Dios mientras se deja a muchas personas por el camino. Si no tienes, no eres.
Nuestra obligación es preparar el camino al Señor. Y eso pasa necesariamente por la conversión de nuestro corazón. Si realmente nos creemos que somos queridos por Dios, que Él mismo se hace presente en el prójimo, que se encarnó y nos salvó, esa conversión se reflejará en nuestra vida. Y nuestra vida podrá ir tocando otras vidas, anunciándoles la Buena Nueva: Dios te ama. Dios viene por ti, a salvarte a ti en exclusiva.
Dios quiere profetas que le anuncien, que preparen su camino, que recuerden a los pobres y a los marginados la esperanza de la venida de Dios. Sólo tiene esperanza quien confía en Dios. Nosotros debemos ser profetas de esa Buena Nueva, de esa esperanza. Debemos acercar a Dios a los demás en nuestra vida ordinaria. Porque “la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14), cumpliendo las profecías y dando fin y nuevo comienzo a la historia de la esperanza. Y decidió no abandonarnos jamás. Dios con nosotros.
Así pues, no podemos pasar este tiempo como si se tratara de un simple acercarse a las vacaciones. Tampoco de manera que parezca que no pasa nada. Hay que recordar que estamos en el mundo pero no somos del mundo. ¡Somos de Cristo Jesús! Por tanto, no estamos llamados a vivir estas fechas con un sentimentalismo simplón, que pasará a la vez que la Navidad y que, por cierto, es lo que nos tratan de vender continuamente todos los medios de comunicación. Nos inundarán con telemaratones y supuestos buenos sentimientos, pero con fecha de caducidad muy clara: tras la Navidad, se acabó.
Al contrario, estamos llamados a vivir la alegría de nuestra vocación a la santidad de forma sencilla, sin estridencias, pero transmitiendo la fe que nos impulsa adelante. Fe que, como indica Benedicto XVI en su carta Porta Fidei, tiene que ser viva, con el corazón plasmado por la gracia que transforma. De esta manera podremos transmitirla con todo nuestro ser, porque viviremos lo que creemos.
Esta época puede ser especialmente indicada para esa nueva evangelización que tanto necesita Europa y, por supuesto, España. En nuestros días, en este desierto de los países desarrollados mucha gente vive perdida, sin referencias a una Luz que les guíe o les centre. Les falta una esperanza superior, que llene su ser. En este contexto, como también nos recuerda la Porta Fidei, “como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (Jn 4, 14)”. Tenemos el deber de ser los portadores de esa agua, de ser la sal y la luz del mundo (Mt 5, 13-16). Se trata de una gran responsabilidad. Y el propio Jesús nos dice lo que pasa si la sal se desvirtúa: “Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres” (Mt 5, 13). De la misma forma, si no vivimos nuestra fe, difícilmente transmitiremos otra cosa que no sea hipocresía.
No seremos capaces de ser la sal y la luz del mundo si no preparamos el camino al Señor también en el desierto interior. De la preparación en ese desierto se derivará, necesariamente, la preparación en el desierto del mundo. Necesitamos la conversión. Todos y cada uno de nosotros. Miremos nuestro interior: ¿no es verdad? Cada uno sabe lo que lleva, lo que hace que no esté tan cerca de Dios como debiera. Quizá orgullo. Puede que soberbia. A lo mejor egoísmo. Todos tenemos valles que rellenar y montes que aplanar. Pero eso sólo lo podemos lograr colaborando con la gracia de Dios y dejando que Él nos salve.
La esperanza que se dio en la historia de Israel tiene que mantenerse en nosotros. Porque, igual que hay que preparar el camino al Señor, Jesús sigue naciendo hoy: nace en los corazones dispuestos a escucharle. Nace en los corazones que se abren a los demás. Y, muy especialmente, nace en el corazón de aquellos que siempre han sido sus predilectos: los necesitados.
Cristo viene a nuestro encuentro desde los pobres, desde los desfavorecidos. ¿Seremos capaces de reconocerle? Muchos no lo hicieron hace más de dos mil años porque era de condición humilde. Un simple carpintero nacido en un pueblo sin importancia. Sin embargo, no podemos evitar recordar que fueron precisamente los pastores, gente sencilla, los primeros que le fueron a adorar.
En nuestro contexto espacio-temporal, marcado por una profunda crisis moral, nos corresponde a los cristianos traer la esperanza. Porque nuestra esperanza no es simplemente humana, sino que tiene su fundamento en la fe, en la confianza en nuestro Señor, de cuya vida divina participamos por la gracia. En el prójimo vemos a un hermano. Es más, vemos al propio Cristo que nos interpela. Más aún en este tiempo de Adviento y Navidad, en el que tenemos presente el gran misterio de amor de un Dios que ama tanto a sus criaturas que se decide a adoptar su naturaleza. Se trata de hacer actual en nuestras vidas la historia de amor del Señor con su pueblo. La esperanza que hace más de dos mil años se condensó en un pequeño niño recostado en un pesebre, hoy se tiene que volver a vivir. Porque el Señor sigue viniendo y nos busca. Y lo que hagamos con el prójimo se lo hacemos a él. «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.» (Mt 25, 40). Nuestra norma de vida es el amor. “Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza.” (1 Jn 2, 10).
Que este Adviento sea realmente para nosotros un tiempo de conversión y gracia, preparando el camino del Señor con alegría y anunciando con nuestra propia vida este encuentro para el que nos estamos preparando en nuestros corazones.