En la presentación de Llorando sangre, una de las preguntas fue sobre el proceso creativo. Cómo había surgido la idea, si me hacía esquemas…
Todo comenzó con una idea, que surgió de improviso: la historia de una estatua que lloraba sangre y que atraía multitudes. Y la investigación que la Iglesia tendría que llevar a cabo.
Creo que la idea partió de conversaciones y desencuentros sobre revelaciones privadas. Da lo mismo. El hecho es que ahí estaba y demandaba mi atención.
Esa idea fue madurando. Surgieron personajes. El primero, el padre Munker, S.J. Un jesuita que había participado nada menos que en una (muy deseable en mi opinión) reforma de la Compañía de Jesús. Y que es un homenaje a quien fue durante años mi confesor y director espiritual, el padre Unquera, S.J.
No hice esquemas ni elaboré la trama antes de ponerme a escribir. Tenía el principio, tenía el final y tenía los personajes. Sólo quedaba verlos evolucionar. Sí que es verdad que decir que ya sabes el final de una historia a veces es demasiado aventurado. Tienes el final deseado a priori, pero los personajes tienen su orgullo y ellos hacen lo que tienen que hacer, que no es necesariamente lo que te empeñes en que hagan. Más de una vez me llevé una sorpresa por la forma de actuar de alguno de los personajes.
Esto puede parecer extraño, pero puedo asegurar que es cierto: los personajes se comportan a su manera. No se trata de que cobren vida en realidad, por supuesto. Pero, ponerse de alguna manera en su pellejo a la hora de escribir sobre ellos, demanda dejar su coherencia y credibilidad intactas. Si un personaje abomina de la violencia, por poner un ejemplo, y en la historia tiene que disparar a alguien, más vale que la trama consiga hacer que se vea obligado a actuar de esa manera o se produzca claramente un cambio en su forma de pensar. Porque, de lo contrario, ese personaje será falso y se te rebelará. Se nota cuando un personaje no quiere hacer algo que se supone que debería hacer. Y, creedme, en estos casos es mejor que el personaje se salga con la suya.
Una vez acabada, la temida revisión. En esta fase, la inestimable ayuda de mi mujer fue vital. Es bueno que alguien diferente al autor lea el texto para encontrar incoherencias, fallos en la trama, y faltas ortográficas y gramaticales que se te hayan escapado. Y no solo lo leyó una vez. Lo leyó unas cuantas, según iba haciendo cambios a partir de lo que ella y yo mismo veíamos que se tenía que cambiar.
Y, por fin, cuando ya decidimos no tocarlo más, llegó el momento de registrar la novela. Lo que llevó al siguiente paso, seguramente el más duro: la búsqueda de editorial. Pero eso, mejor lo dejamos para otro día.