Misa de domingo. Nos sentamos. El coro está ensayando a su modo. Y, de repente, una de sus integrantes se levanta, coge el micrófono y nos anima a cantar todos porque la Misa no es solo de ellos, sino de todos nosotros.
De un tiempo a esta parte da la sensación de que no está muy claro qué significa participar en Misa. Muchos lo entienden como que haya una persona para moniciones, un lector diferente para cada lectura, varios para las peticiones, multitud de canciones (si son bailables, mejor)… Apartar el silencio por completo de nuestras celebraciones. Que los fieles siempre tengan algo que decir.
Partamos de un punto vital: no, la Misa no es nuestra. En absoluto. Ni de los del coro ni de los fieles. Ni siquiera del sacerdote. La Misa es el culto público de la Iglesia a Dios, en el que se renueva de forma incruenta el sacrificio de la cruz.
No es algo con lo que podamos jugar ni ser irrespetuosos. No es un lugar en el que hacer experimentos ni buscar ningún tipo de protagonismo que no sea el de Dios.
Así de sencillo.
La música tiene su lugar, y no es el de que nos sintamos parte de la Misa ni mucho menos que el coro se luzca. La música, que no es necesaria, es para servir de vehículo a la oración. Para elevarnos hacia el misterio, no rebajarnos a un mero sentimentalismo forzado.
El silencio también tiene su lugar, y ese sí que es vital, ya que nos acerca a Dios. Nos permite centrarnos en Él, meditar sus palabras. El fruto del silencio es la oración, nos recordaba santa Teresa de Calcuta.
Pero, si hay silencios, ¿cómo participan los fieles?
Bueno, es que nadie ha dicho que la participación tenga que ser ni hablada ni cantada. Vayamos atrás en el tiempo, al momento del sacrificio del Señor en la cruz.
María y Juan estaban al pie de la cruz. Dudo mucho que estuvieran de cháchara ni cantando canciones edulcoradas. Pero ¿alguien podría negar que estaban participando intensamente en ese sacrificio?
Estaban con toda su atención puesta en Cristo. Con plena disponibilidad para Él. Con su corazón abierto al misterio de lo que estaba ocurriendo ante ellos.
Eso es participar de verdad en la Misa: plena atención a Cristo, al milagro que va a ocurrir. Atentos al misterio inefable de la Eucaristía, del Dios que se hace presente ante nosotros para darnos vida en abundancia. Por eso, la música de preferencia en la Iglesia es la gregoriana: porque te lleva al misterio divino.
Si esos factores no existen, en realidad no hay participación, por mucho que se cante o se hable. Si existen, se vive la Misa.
Glorifica a Dios con tu vida.