¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
Este hermoso soneto de Lope de Vega describe perfectamente lo que nos cuesta abrirnos a Dios, separarnos de nuestros apegos y abrir la puerta al Señor. Sin embargo, me gustaría quedarme especialmente con el primer verso: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?“. Si nos comparamos con Dios, descubriremos que no somos nada. Y, aún así, ese Dios lo dio todo por amor a nosotros. ¿Qué tenemos para que Dios se acerque así al borde de la miseria más absoluta para tendernos la mano y sacarnos de ahí? Es ridículo intentar encontrar una respuesta. No tenemos nada. Tan solo tenemos el amor de Dios, y muchas veces lo rechazamos. Lo único que puede llenarnos, que puede hacer que tengamos algo de verdad, lo rechazamos. Es para pensarlo detenidamente, ¿verdad?
Os invito a que, la próxima vez que estéis en oración, o adorando al Santísimo, le hagáis al Señor esta pregunta con toda sinceridad. Démonos cuenta de que no hay nada que le podamos dar para merecer su Gracia.
Porque el amor siempre es gratuito, y Dios lo da a manos llenas.