Ayer mi mujer me dio una lección que espero que no se me olvide nunca.
Para entrar en situación explicaré lo esencial. El tema es que estamos en una cierta asociación en la cual unos cuantos propusimos hacer un acto. Se apoyó la propuesta, se dijo que se podía contar con lo que hiciera falta, etc. El problema es que, a la hora de la verdad, por la presión de otros miembros, la junta directiva de la asociación decidió “olvidar” algunas de las cosas que nos habían dicho y decirnos que o lo hacíamos a su manera o no cubrirían la seguridad del acto. Además nos hicieron quedar como mentirosos y creadores de división. Así que nos negamos a seguir adelante con ello.
Nótese que lo he explicado de forma que nadie que no lo sepa ya sabrá a qué asociación me refiero y a qué personas me refiero. No busco airear trapos sucios sino que se vea la situación inicial a grandes rasgos.
La cuestión está en que, desde ese día llevaba (o a lo mejor debería decir que llevo) encima un rencor enorme hacia esas personas. Fue un golpe muy duro, habíamos puesto mucha ilusión y habíamos hecho ciertas inversiones económicas que ahora no servirían para nada. El interés por las actividades de la asociación desapareció y cada vez que nos encontrábamos con alguno de los que estuvimos organizando el evento acababa derivando la conversación a lo que había ocurrido.
Así pasó el tiempo y yo pensaba que se había ido mitigando la cosa, pero no era verdad. La procesión seguía por dentro.
Hace unos meses nos enteramos de que se iba a celebrar algo como lo que queríamos hacer, pero en otra ciudad. Nos apuntamos, pero con el tiempo me volvió la desgana, el desinterés y el rencor que dura hasta la actualidad. Y, hablando con mi mujer del tema, en un momento dado ella me dijo que no estaba dispuesta a permitir que esa gente la condicionara la vida de esa manera y que tenemos que ser coherentes con lo que decimos. Y, amigos míos, tiene toda la razón del mundo.
En primer lugar, con el rencor le damos a esas personas un protagonismo en nuestras vidas que ni merecen ni queremos. Es dar poder sobre nuestras vidas a esos individuos, peor aún, a los actos que, en un momento dado, esos individuos hicieron. De eso nada. Ni lo merecen ni es bueno para nosotros.
Y, por otro lado, ¿dónde queda la coherencia? Es cierto, el perdón es de lo más difícil de dar. Pero la regla del amor lo exige. No lo merecen tampoco, ni me lo van a pedir, pero lo quiero dar. Al fin y al cabo, el amor siempre es inmerecido. Es una buena ocasión para aplicar lo de amar a los enemigos. Si Cristo perdonó incluso a quienes le crucificaron, ¿quién soy yo para retener el perdón a nadie? El perdón lleva a la libertad.
Las heridas están, es innegable. Pero la disposición para sanarlas también. Ahora sí. Quiero escapar de la espiral de rencor y de absurdo, y lo voy a hacer. No lo voy a intentar, lo voy a hacer aunque me lleve media vida.
Ayer, mi mujer me enseñó que ella es más fuerte que los que nos hicieron daño y que yo mismo. Y doy gracias a Dios por ello.