Quien quiera tener más de tres hijos está enfermo. Esa es la bonita frase que emitió en su momento un compañero de trabajo en una charla sobre por qué no se hacen todos los partos por cesárea para que la madre no sienta dolor. Del tema del miedo al sufrimiento ya hablaré en otro momento, que también tiene su miga. Quiero pensar que no lo dijo en serio, pero deja muy claro el hecho de que el egoísmo es el enemigo mortal del amor.
Hemos llegado a una sociedad en la que se ve a los hijos casi como enemigos de la pareja. Seguro que alguna vez has oído algún comentario, sobre todo si es hacia familias numerosas, del tipo: «Pobrecillos», «pobres padres», «que se compren condones» y chascarrillos semajantes. Como si los hijos vinieran a destruir ese supuesto amor entre hombre y mujer, cuando realmente el amor no es egoísta, sino que siempre está abierto a la vida. Eso sí, luego tienen perros y los tratan como si fueran humanos.
Atreverse a dar vida es de valientes en un mundo como este. De personas dispuestas a permitir que el amor dé fruto. Porque, si de verdad hay amor, el amor querrá salir y extenderse. Una relación en la que se quedan los dos solos porque no quieren que su amor dé frutos se queda esclerotizada. Rechina. Y el fruto del amor es más amor. No hace más que crecer, si se le deja.
Hay que quitarse de encima ese miedo a la responsabilidad, ese individualismo y egoísmo atroz en el que nos sumerge la eterna adolescencia que se nos predica continuamente desde las instancias socio-políticas actuales. Yo, me, mi, conmigo no tiene ningún futuro.
Estaría bien preguntarse por qué el empeño político en favorecer a las multinacionales del genocidio abortista pero no a las mujeres embarazadas ni a las familias numerosas. A la cultura de la muerte sólo se puede responder desde la cultura del amor y de la vida, luchando desde todos los frentes: social, político, cultural… De lo contrario, ni tendremos futuro ni seremos realmente personas, sino peleles.