«No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» Jn 15, 13
Hace tiempo surgió en una charla en el trabajo (ahora mismo no recuerdo el motivo) el tema de sacrificarse por otra persona. En ese momento, uno de los contertulios afirmó algo que parecía la muestra de cómo se ve en la actualidad, en este mundo tan «civilizado», el sacrificio: «¿Por qué me iba a sacrificar por alguien que no se merece vivir ni más ni menos que yo? Si fuera para salvar a mucha gente, todavía».
¿Por qué me voy a sacrificar por otro? No lo merece más que yo. Total, sólo es uno más. Una forma lógica de razonar para una mentalidad que piensa en términos económicos, materialistas. Si el cambio fuera uno por cien, quizá tuviera sentido. Salvar a uno sólo, no.
El problema está en que, por ejemplo, en una familia normal, los padres se sacrifican por los hijos. Morirían por ellos. Incluso si sólo es un hijo, tanto el padre como la madre estarían dispuestos a dar su vida por él. Dos por uno. Nótese que hablo de una familia normal, una familia en la que se construye desde el amor y, por tanto, no piensa que matar a un hijo es algo razonable según las circunstancias. Pues bien, ese sacrificio al que se está dispuesto en la familia resuena como algo inaceptable para esta mentalidad de la que hablamos.
Es más, si vemos como otro ejemplo más el caso paradigmático de San Maximiliano Kolbe, sacrificándose por alguien que no conocía de nada, menos aún se entiende. ¿Cómo es posible que una persona decidiera dejarse matar en lugar de un desconocido, cuando podría haber salvado la vida? Nadie podría habérselo reprochado. Al fin y al cabo, no era nadie para él. Nadie que mereciera estar vivo más que él.
La respuesta a este problema reside en una única palabra: amor. El que ama pone al otro por delante. El que ve a los demás como productos de cambio, como meros objetos a utilizar, no ama. Sin embargo, es importante aterrizar. Ir a lo concreto. Es fácil amar a la humanidad como ente abstracto, pero difícil amar a las personas. A cada una de ellas, que te vas encontrando en tu vida. Al vecino ruidoso, al compañero de trabajo que te pone zancadillas, al jefe que te ve como un elemento de producción.
Al final, es elegir entre amor y egoísmo. El egoísta se ve a sí mismo como el centro de su mundo y considera que los demás valen menos que él (de lo contrario, al valer igual o incluso más, podría elegir sacrificarse él). El que ama, busca el bien para el amado. No piensa en sí mismo, sino en el otro.
No es sencillo, todos tenemos nuestra mezcla de amor y egoísmo. Pero es responsabilidad nuestra rezar y luchar para que sea el amor el que diga siempre en nosotros la última palabra. Porque Dios nos amó tanto a cada uno de nosotros que envió a Su Hijo Único para que se sacrificara por cada uno.