Hace algún tiempo, recuerdo que le hablé a mis chicos de catequesis de una de mis fotos favoritas de Juan Pablo II, ya que en ella se veía cómo se sujetaba en la Cruz.
Ellos me contestaron que claro, que si no se sujetaba se caía. Se referían al aspecto puramente físico, pero dieron en el clavo sin querer.
En la vida siempre habrá algún momento en el que nos tengamos que enfrentar al dolor, al sufrimiento, a la incertidumbre, al miedo. Nadie puede escapar de eso. Nadie.
Sin embargo, el cristiano tiene una ventaja: puede mirar a la Cruz. Puede agarrarse a ella en el momento de su sufrimiento. Puede darse cuenta de que su dolor no tiene por qué ser inútil. Que Dios mismo quiso compartir esa realidad tan humana hasta el límite: la muerte. Y una muerte de humillación y oprobio, tras haber sido torturado física y psicológicamente.
El misterio del mal puede llevarnos a pensar que Dios nos ha abandonado. Pero la fe nos hace mirar a ese Dios sufriente, abandonado por sus criaturas, y entender que estamos en la misma Cruz. Que la mejor manera de sufrir es ahí, en la Cruz de Cristo, ofreciendo nuestro dolor por los demás. Porque así, el sufrimiento pasa por el tamiz del amor. El dolor no dejará de ser dolor, pero sí dejará de ser algo sin sentido, porque con Cristo le habremos dado un sentido infinito.
La Cruz es nuestro apoyo para continuar adelante ante las dificultades de la vida, sean de la índole que sean. Como en la foto, es nuestro bastón, nuestro seguro para no caer ante el mal. Cristo está también ahí, crucificado con nosotros, acompañándonos. Siempre.