Debido a los típicos cambios que suelen ocurrir cada año de traslado de sacerdotes a una parroquia o a otra no es raro encontrarse con un fenómeno que, por desgracia, ya viene de lejos.
El trasvase de fieles siguiendo al sacerdote de su preferencia, en ocasiones llegando a dejar al nuevo párroco con verdaderos problemas, al descubrir que ha habido una estampida.
San Pablo ya se encontró con este tema. Y no le pareció algo ni normal ni serio. Más bien, al contrario. Podemos leer en la primera carta a los corintios, capítulo 1 versículos 12 a 13: «Y os digo esto porque cada cual anda diciendo: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo?».
Es un sinsentido dedicarse a seguir al sacerdote como si fuera él en quien ponemos la fe. ¡La fe la tenemos que poner en Dios y en su Iglesia!
¿Y qué se puede decir de los sacerdotes que permiten que los fieles los sigan como corderitos? ¿No están buscando precisamente esa devoción equivocada hacia su figura? Y, si no la están buscando de forma consciente, ¿acaso no la están alimentando?
Es comprensible el cariño hacia un sacerdote que ha estado junto a uno quizá durante años y con el que podemos haber llegado a tener una buena amistad. Pero es vital saber distinguir entre la amistad y un apego poco sano que crea una dependencia absurda que nunca debería darse.
Para san Pablo no era algo de lo que estar orgulloso. Para los sacerdotes actuales tampoco debería serlo. Y tampoco para los fieles.
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