Este artículo ha sido publicado en el número 65 de la revista Punto de Encuentro, de la Obra Social de Acogida y Desarrollo. El hilo conductor de este número ha sido el suicidio.
Un mal no comprendido
Chester Bennington murió el 20 de julio de 2017, a los 41 años. Se había suicidado.
No tardaron en surgir voces dando su opinión. Al fin y al cabo, era el vocalista de Linkin Park, con millones de admiradores en todo el mundo, entre los que me cuento. Tenía una forma de cantar y una personalidad que resultaba muy atrayente, quizá porque traslucía el dolor que llevaba dentro y que luchaba por salir, por tomar el control.
Algunas de esas voces no dudaron en afirmar que eso era lo que ocurría con una vida de excesos alejado de Dios. Claro, era una estrella del rock. Sin conocerlo en absoluto, esas personas ya estaban seguras de cómo era Chester.
Otros decían que había elegido libremente cómo morir y que eso era admirable.
Voces que demostraban que no entendían lo que había ocurrido. Que preferían quedarse en las simplificaciones baratas que permiten dormir con comodidad, sin plantearse nada.
Porque el hecho es que Chester llevaba toda su vida luchando contra la depresión. Había sufrido abusos sexuales por parte de un conocido mayor cuando era un niño. Sus padres se divorciaron. Acabó refugiándose en las drogas, algo que consiguió superar y abandonarlas. Su mejor amigo se suicidó dos meses antes que él.
A veces los golpes que nos da la vida nos persiguen. No podemos juzgar el sufrimiento de los demás, porque no somos ellos. Cada uno reacciona de una manera. Cada uno vive el dolor a su manera. Y no hay dos mentes iguales.
Por desgracia, la mente puede jugar en nuestra contra, recordándonos nuestros fracasos una y otra vez. Haciéndonos revivir a cada momento nuestra irrelevancia para los demás. Haciéndonos sentir solos, abandonados.
No se trata de mera tristeza. Y, desde luego, no se va a solucionar con los típicos consejos absurdos del tipo: «no tienes motivos para estar triste», que hacen más daño que otra cosa.
Chester no se suicidó como consecuencia de una vida de excesos. Tampoco eligió cuándo morir. ¿Quién en su sano juicio preferiría morir a vivir? La depresión lo empujó durante años en un tira y afloja que le fue emborronando el sentido de la vida. Que le hizo pensar que su muerte sería irrelevante. Que su vida también lo era. Que tanto daba desaparecer. Hasta que no pudo más.
Eso no es elegir.
Estamos en un mundo en el que se nos exige estar siempre dispuestos a dar el ciento diez por ciento. A estar siempre bien, sanos y alegres, y si no es así es por tu culpa. Tienes una legión de manuales de autoayuda que te dirán que tú mismo te construyes tu realidad.
Al mismo tiempo, es un mundo individualista y egoísta, en el que cada uno mira por sí mismo y no quiere saber nada de los problemas de los demás. Cuando alguien pregunta a otra persona cómo está, ¿cuántas veces le importa de verdad? ¿O se trata tan solo de una fórmula de saludo vacía, para simular un interés inexistente? Se busca la respuesta fácil: «bien, gracias. ¿Y tú?». O, como mucho, un tímido: «voy tirando». Pero es que el interlocutor también se ve presionado socialmente para no decir la verdad. La enorme mayoría de la población no entiende que hay problemas mentales como los hay físicos y tiende a infravalorarlos. Como si quienes los tienen fueran simples quejicas tóxicos que buscan llamar la atención. Si alguien está ansioso, que se tranquilice, que no es para tanto. Si alguien está deprimido, que se ponga a trabajar, que es una enfermedad de ociosos.
No es difícil imaginar la poca ayuda que prestan este tipo de respuestas a quienes sufrimos alguno de estos males.
Por tanto, como no va a ser algo comprendido, el mal se oculta. «Estoy bien». Pero, como se suele decir, la procesión va por dentro. Luchas por hacer todo lo mejor que puedes, pero hay días en los que parece una cuesta demasiado empinada. Días en los que te gustaría quedarte en la cama sin hacer nada, solo esperando.
Si tienes ansiedad, puede que tengas momentos en los que creas que vas a morir. Te encuentras asustado, con taquicardia, con sensación de falta de aire.
Una sociedad como la nuestra, en la que todo son apariencias, en la que tratamos de ocultar el vacío que deja nuestro estilo de vida mediante pantallas, en la que somos personas de usar y tirar, no es raro que afecte a tantos individuos hasta el punto de que lleguen a acabar con sus vidas. Una humanidad deshumanizada como esta es el caldo de cultivo perfecto para ello.
Deberíamos comprometernos a dar pasos para mejorar la situación. Empezar a preocuparnos de verdad por quien nos encontramos. Preguntarle cómo está con sinceridad, haciéndole sentirse acogido, sin poner malas caras si resulta que no está bien. No dar consejos de compromiso ni juzgar demasiado rápido. Escuchar. Escuchar mucho. Hacer que el prójimo se sienta cercano, aceptado. No como un producto, no como un recurso, un número o un objeto sin importancia y prescindible.
Cada ser humano es único y maravilloso. Y nos olvidamos con demasiada frecuencia de que eso se aplica no solo a uno mismo, sino también a los demás.