Hay un personaje de uno de mis libros, concretamente de Memorias del ocaso, que, en un momento dado, comienza a descubrir la belleza de todo lo que le rodea. De la arquitectura, de la vida…
A mí me pasó algo parecido el otro día. Te cuento: por temas médicos (ansiedad, colesterol y demás) me conviene hacer ejercicio. Así que salí a correr. Tengo la gran fortuna de vivir en una ciudad que tiene el campo al lado. Corrí un rato por el paseo de la Quinta, pero por la zona de árboles, no por el asfalto. Seguí adelante hacia Fuente del Prior. Era ya avanzada la mañana.
A la vuelta, ya andando, me paré un rato a mirar los patos que pululaban por el río y disfrutar del sonido del río. Allí ya empezó mi pequeño momento de revelación. Pero todavía me esperaba el plato fuerte, que llegó cuando seguí mi camino, entre los árboles, y me fijé en cómo la luz incidía de tal forma que el ambiente parecía casi místico. Como si esos rayos de sol que se colaban por las ramas desnudas de los chopos arrancaran pedazos de divinidad y los fueran sembrando por todo lo que estaba viendo en ese momento. Había belleza en todas partes, incluso en un viejo parque infantil que está bastante destrozado.
Quizá, en nuestro incesante caminar de un lado a otro, no vendría mal que nos paráramos de vez en cuando a observar la belleza que nos encontramos a cada momento. Y no digo lo de pararnos de forma metafórica, al contrario. Llevamos un estilo de vida frenético para intentar sentir que aprovechamos el tiempo, cuando, en realidad, se nos escapa de las manos como un puñado de agua.
Hay que parar. Físicamente. De verdad. Yo lo hice varias veces en ese recorrido, tan solo para disfrutar de lo que estaba viendo y viviendo. Para que se me quedara bien grabado en la memoria y en el alma. Si hubiera seguido adelante, no me habría fijado bien. Sí, algo se me habría quedado, pero no de la misma forma.
Nos hemos acostumbrado tanto a nuestro entorno, a la misma vida, que ni siquiera nos fijamos en lo que tenemos alrededor, incluyendo a la gente que nos rodea. Y, si algo he aprendido, es que un simple rayo de sol lo puede cambiar todo. Un rayo de sol que puede venir de fuera, pero que también podemos ser nosotros mismos y esforzarnos en ver la belleza que hay en todo lo que nos encontramos. Al fin y al cabo, la chispa divina ya está en todo lo creado. Lo sublime es que nosotros seamos capaces de detectarla.
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Y aprovecho también para invitarte a echar un vistazo a mis libros.