Este artículo fue publicado en la revista Icono de la editorial Perpetuo Socorro, año 111, número 1, de Enero de 2010.
Una humilde grandeza
Vocación. La llamada de Dios. Es oír estas palabras y, en seguida, se nos viene a la mente la imagen de sacerdotes, monjas, religiosos de toda índole. Pero pocas veces nos viene la imagen de un matrimonio. Nos hemos acostumbrado tanto a esta vocación que se nos ha olvidado su esencia, su grandeza. Una humilde grandeza, como todo lo que es de Dios.
Hemos olvidado que se trata de una vocación de santidad, exactamente igual que las demás. Es el camino que Dios quiere para dos personas que, libremente, hacen caso a esa llamada a dúo y deciden amarse durante toda la vida. No es un camino fácil en absoluto. Puede que sea el camino más habitual, pero no es nada sencillo seguirlo bien. Prueba de ello es la cantidad de separaciones, divorcios, casos de violencia doméstica, etc. que surgen cada vez más. Surgen dificultades constantemente y, si no se tiene una base sólida, las dificultades crecerán y devorarán el matrimonio hasta derribarlo. Esa base sólo es y puede ser una: Cristo. Si en el centro del matrimonio, caminando junto a los esposos, no está Cristo, el matrimonio está llamado al fracaso. En un matrimonio cristiano no están solos los esposos, sino que a la vez está Jesús. Se trata de una pareja de tres, de una comunidad mística de amor y vida que no puede ni debe encerrarse en sí misma, sino que irradia su amor a su entorno convirtiéndose así cada matrimonio, cada familia, en un baluarte de Cristo en medio del mundo, donde ejerce su fuerza evangelizadora.
Hay que recordar también, en referencia a las dificultades del matrimonio, que conlleva, como las demás vocaciones, la participación en la muerte y resurrección de Cristo. La muerte a uno mismo y la resurrección como algo distinto, como algo nuevo. El novio y la novia tienen que olvidarse de sí mismos, de su individualismo, para renacer como matrimonio, como una sola carne. Dos tienen que hacerse uno, tienen que donarse mutuamente en una comunidad de amor. Es más, me atrevería a afirmar que en el matrimonio son tres los que se unen para formar dicha comunidad: el novio, la novia y Cristo. No se trata, entendámoslo bien, de renunciar a la propia realización personal, sino de realizarse personalmente dentro del matrimonio.
Pero no se queda ahí. No es sólo una pareja de tres en la que la presencia de Cristo tiene que estar patente. Además es un signo del amor de Cristo a su Iglesia. “Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella…”(Ef 5, 25-27) La entrega es la esencia del amor. En la forma de amarse los cónyuges se tiene que ver el amor que Dios nos tiene a todos. Es una responsabilidad sobrecogedora y, al mismo tiempo, enormemente hermosa.
Esta realidad nos acerca al misterio de la Trinidad y de las relaciones de amor entre las personas divinas. Distintas personas, pero un solo Dios. Y en el matrimonio, distintas personas, pero una sola carne, un solo matrimonio. “El que ama a su mujer, a sí mismo se ama” (Ef 5,28).
Ya desde el principio, Dios instituyó el matrimonio. En el Génesis, poco después de terminar la Creación, lo primero que hace Dios es fundar el matrimonio como algo querido por Él mismo para la realización del ser humano. Más tarde, el mismo Cristo elevaría el matrimonio a sacramento. No debemos olvidarnos de que los casados somos sacramento. No sólo hemos recibido uno, sino que nos hemos convertido en uno como signo visible de una realidad invisible.
Para quien está llamado al matrimonio, esta vocación es la más santa. Es un error, por desgracia muy extendido, subestimar el valor del matrimonio como vocación. Faltaría a la voluntad de Dios y no sería feliz aquel que, estando llamado al matrimonio, decide ser monje, por poner un ejemplo, porque le parece algo más espiritual o más elevado. Se estaría engañando a sí mismo. El matrimonio no está en absoluto reñido con la espiritualidad. Al contrario, sin una espiritualidad sana corre el peligro de acabar sofocado por los problemas de cada día. Es más, incluso se pueden (y se deben) seguir los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. No son algo exclusivo de los religiosos. La pobreza en el matrimonio implica el no derrochar en cosas innecesarias, no buscar llenar vacíos internos mediante el recurso al consumismo. La castidad es el dominio de sí, el dominio de la propia sexualidad según los principios de la fe y la razón. Y la obediencia es referida a las propias decisiones de pareja y al servicio al otro. Y siempre con Cristo en medio de los esposos, como ya prometió “donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). ¿Qué es el matrimonio más que una unión de dos, marido y mujer, en el nombre de Cristo?
Así pues, esta vocación no tiene nada que envidiar ni en santidad, ni en esfuerzo ni en dedicación a ninguna otra. Cada cual está llamado a una cosa, no tiene sentido que nos dediquemos a pensar si algo es o no superior. Si Dios te llama al matrimonio, eso es lo superior para ti. Es una vocación al amor, una grandeza oculta en lo más sencillo, en lo más normal. No algo para tomarse a la ligera, sino un camino de santidad querido por Dios para aquellos a los que llama a seguirlo.