Hace unos días conocí a un niño. No recuerdo el contexto en el que supe de él, pero desde el momento en el que le conocí, aunque solo fue a través de Internet, de las noticias que me llegaban de él, tuve la sensación de que podría ser mi hijo, mi sobrino… mi amigo.
Se llamaba Alfie Evans. Tenía 23 meses y estaba ingresado en el hospital Alder Hey de Liverpool por una enfermedad degenerativa no diagnosticada. Estaba enchufado a un respirador artificial.
Perdón, ¿he dicho ingresado? Quise decir encerrado. Porque resulta que los «médicos» del hospital habían decidido que la vida de Alfie no merecía la pena ser vivida y querían matarle quitándole el respirador. Los padres no estaban de acuerdo. No lo estaban en absoluto. Pero los «médicos» no daban otra opción. Ni siquiera permitían que se lo llevaran. Y la «justicia» británica le dio la razón a los «médicos».
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por cierto, tampoco quiso mover ni un dedo por la vida del niño. Y yo que creía que el derecho a la vida estaba entre esos derechos.
Los padres… ¡Qué leones! Tom Evans y Kate James. Ellos querían luchar por la vida de su hijo. Vaya si lo hicieron.
Tom no paraba. Se entrevistaba con quien hiciera falta, iba a cualquier lugar donde pudiera encontra un atisbo de esperanza. Llegó a hablar con el Papa, que movió los hilos necesarios para tener preparado el hospital Bambino Gesú para recibir a Alfie y darle un tratamiento.
Porque sí, otros médicos de distintas partes del mundo pensaban que Alfie podía recibir tratamiento. Que no había que sacrificarlo como a un perro.
Tom era la cara visible de la pareja, pero Kate era el apoyo que necesitaban él y Alfie. Tom llegó a decir más tarde que Kate mantenía a Alfie vivo con caricias.
El mismo día en el que le iban a desconectar, conceden a Alfie la nacionalidad italiana. Incluso el embajador llega a amenazar con presentar una denuncia si intentan matar a un ciudadano italiano.
Da lo mismo. Ese mismo día le quitan el respirador y la alimentación. Había esperando una ambulancia aérea del Ejército italiano con personal médico y todo lo necesario. Incluso estaba la directora del Bambino Gesú intentando hablar con alguien del hospital.
Pero Alfie estaba condenado a muerte por los «médicos» y la «justicia» británica, y la sentencia se tenía que cumplir. Supuestamente, como según ellos Alfie estaba en muerte cerebral (aunque los padres tenían pruebas de sobra de que movía los ojos, tosía, les seguía con la mirada, les agarraba los dedos), duraría pocos minutos.
Resultó que Alfie había salido a sus padres. Empezó a luchar. Empezó a respirar por sí mismo. Unos minutos, media hora, otra hora, otra hora, otra hora…
A estas alturas yo estaba totalmente implicado. No podía dejar de esperar noticias sobre él. Me encontré, sin saberlo siquiera, formando parte del Ejército de Alfie (Alfie’s Army), un grupo enorme de personas que le daban apoyo, que rezaban por él, que le amaban. La mayor parte sin haberle conocido físicamente en ningún momento. Un miembro anónimo, sin ninguna importancia, que aportaba sus oraciones, su firma en las peticiones que hicieran falta… Uno más de miles y miles que amaban a Alfie y que tenía el corazón en un puño.
Y Alfie siguió respirando para desgracia de los «médicos», que vieron que no tenían razón.
Los padres pedían que, al menos, les dejaran ponerle oxígeno. No el respirador, sino oxígeno. Hubo personas del Ejército de Alfie que se movilizaron para llevarle bombonas de oxígeno al hospital, pero la policía no se lo permitió. Sí, pusieron policías en el hospital para evitar que se llevaran a Alfie y que entraran personas «que no debían estar allí». Treinta policías fuera de la habitación del niño.
Treinta policías para que nadie tuviera la mínima posibilidad de intentar salvar la vida de un niño.
Al final, como Alfie seguía respirando, no le quedó más remedio al hospital que ponerle oxígeno e hidratación. Uno pensaría que reconocerían que el niño podía tener una posibilidad y le permitirían ir a Italia.
No. Ni la lógica ni la ética tienen lugar en esta batalla. El Estado británico estaba convencido de que Alfie era propiedad suya. Había sido sentenciado y ningún esfuerzo de los padres le liberaría de su prisión. Recurrieron de nuevo a la vía judicial, la vía diplomática también siguió adelante, pero ninguna funcionó.
Finalmente, los padres se reunieron con los «médicos» para intentar que, al menos, les permitieran llevarse a Alfie a casa. Parece que hubo algún acuerdo, porque Tom pidió a quienes se concentraban ante el hospital que volvieran a sus vidas y que no incomodaran al personal del hospital.
«Casualmente», Alfie murió poco después, tras cinco días respirando por sus propios medios.
La lucha épica de Alfie y sus padres despertó muchas conciencias sobre el riesgo de permitir que el Estado se arrogue competencias que no son suyas ni de lejos. ¿A cuento de qué el Estado puede decidir sobre la vida de un niño?
Hoy ha sido Alfie. Ayer, Charlie Gard. Mañana, podría ser tu hijo. O podrías ser tú. Reino Unido no es el único lugar donde el Estado asume que es propietario de sus súbditos.
Nos han ido adormeciendo, anestesiando. Nos han acostumbrado a delegar, a permitir que otros decidan por nosotros. Papá Estado es omnipresente, y es un monstruo voraz. Lo quiere absorber todo. Quiere que le sigan alimentando, y no dudes de que para ello utilizará a tus hijos. Los educará como quiera, los manipulará como quiera, los separará de sus padres y los matará cuando no sean útiles.
Si algo nos demuestra el caso del pequeño Alfie Evans es que ya va siendo hora de que despertemos.
No podemos dejarlo para más tarde. Es responsabilidad de nosotros, los padres. No de los políticos. Siempre lo ha sido, pero lo hemos olvidado. Nosotros somos los únicos responsables de la educación y de la vida de nuestros hijos pequeños. Nosotros tenemos el deber de luchar por sus vidas, de educarlos según nuestros principios y no los del presidente, alcalde o grupo de presión de turno. El Estado solo debería intervenir en casos puntuales de probada negligencia o abuso. En lo demás, los padres.
Nuestros hijos no son del Estado. Son nuestra responsabilidad. Y de nosotros depende que el Estado se dé por enterado de esta verdad. Pero, para eso, tenemos que despertar, clamar y luchar. Alfie ha comenzado una guerra. Nos toca seguir luchando en ella.