Hace ya bastantes años, en la universidad, teníamos que hacer una práctica en grupo. Los tres o cuatro (ahora no lo recuerdo bien) que formábamos el grupo en el que estaba yo nos habíamos reunido para ir haciéndola. En esto, uno de mis compañeros, al ver que no avanzábamos tan rápido como él habría deseado, decidió compartir con nosotros sus preocupaciones, porque “su tiempo era oro“.
“Mi tiempo es oro”, nos dijo. Inmediatamente pensé: “claro, y el mío, a ver qué se cree este”. Bueno, no recuerdo cómo siguió la cosa. Creo que, finalmente, la terminamos con éxito. Pero el punto importante es esa afirmación. Que, por cierto, es verdad.
Tenía toda la razón mi compañero. Pero le faltaba darse cuenta de que el tiempo de los demás era igual de valioso que el suyo. Y creo que, en el egoísmo que llevamos a cuestas todo el día, es una de las cosas que con más frecuencia olvidamos.
Llegar tarde a una cita sin un motivo real (yo recuerdo haber tenido que esperar hasta tres cuartos de hora alguna vez a alguien), poner reuniones a última hora, sabiendo que se van a alargar más de la hora de salida del trabajo, ignorar lo que te está diciendo alguien para echar un vistazo al teléfono o para hablar con otra persona… Todas esas cosas, además de tremendas faltas de respeto, son como una afirmación implícita de esa frase, “mi tiempo es oro”, dejando claro que el de los demás no.
Seamos realistas, el mundo no orbita a nuestro alrededor. Los demás no son nuestros satélites. No puedo usarlos como me plazca ni puedo hacerles caso cuando me interese y, después, ignorarles. No. Tu tiempo es tan valioso como el mío. Tu ser es tan valioso como el mío. No hay personas de segunda.
Mi tiempo es oro. Tu tiempo, también. De hecho, el tiempo es algo tan valioso que es imposible de recuperar. El tiempo que pasa no vuelve. El tiempo que has hecho perder a alguien no puedes devolvérselo. Es algo sobre lo que reflexionar.